Muerte en el Tercer Reich by Jean-Christophe Grangé

Muerte en el Tercer Reich by Jean-Christophe Grangé

autor:Jean-Christophe Grangé [Grangé, Jean-Christophe]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2021-03-26T00:00:00+00:00


78

Beewen llamó a su chófer y partió a toda prisa hacia el hospital de la Caridad, adonde habían trasladado a Hölm. Unas pocas palabras en un corredor muy blanco fueron suficientes para tranquilizarlo. Habían operado a Dynamo y aún estaba inconsciente. Pero el médico parecía optimista. El viejo barril saldría de esta.

Beewen les dio vueltas a algunas ideas en su cabeza como un croupier que ha hecho rodar su ruleta y tiene que enfrentarse a los hechos: ni rojo ni negro, ni par ni impar, su tarde terminaba sin resultados. Lo único que podía hacer era volver a la oficina, encerrarse y completar kilómetros de papeleo en un intento de explicar cómo el caos de aquella mañana había sido un éxito.

Muy poco para él.

De ninguna manera quería ponerse a echar raíces frente a su máquina como un burócrata con el rostro muerto, como lo eran todos. Le confiaría esta tarea a Alfred, pero solo cuando tuviera las ideas suficientemente claras como para explicárselo todo.

Regresó a su Mercedes, echó del coche a su conductor —⁠ahora ya estaba seguro de que su esclavo era un topo de Perninken⁠— y se dirigió a la villa de los Von Hassel. Después de todo, Minna le parecía la mejor compañera para tomar un trago y afrontar las innumerables preguntas que aún surgían.

Llamó, golpeó, caminó alrededor de la mansión. Minna se había ido, probablemente a Brangbo. Partió hacia allá de buen humor. El crepúsculo bañaba su ruta como un lago de sangre caliente. Había dejado el Mercedes con la capota bajada. El viento, el calor… El solitario paisaje (en una carretera construida por la familia Von Hassel) le recordaba un extenso corte de tijera sobre un lienzo escarlata, cuando la trama de la tela da paso al metal. Él era la hoja de plata. El relámpago en el magma púrpura.

Una tarde de verano según la imaginaba Beewen, con sangre todavía en las manos, donde uno se detenía en un campo para cambiarse, quitarse el maldito uniforme y vestirse como un ser humano. Metió su equipo militar y su arma en el maletero, experimentando con ello un extraño alivio.

Inhaló profundamente el olor a tierra y abono que lo rodeaba y sintió —⁠era extraño⁠— un verdadero júbilo. No el de la memoria, no, sino el de la liberación, el del mero aire fresco. Era bueno sentirse pequeño, un eslabón en una cadena donde no era más que un engranaje en un sistema siniestro que se comprendía demasiado bien. Se fue en medio de un torbellino de polvo. Había comprado una botella de coñac, una vergonzosa concesión al vicio de Minna, pero que carecía del menor motivo oculto. Por principio, porque en aquel pequeño juego la joven le ganaría fácilmente, y él sería el primero en rodar bajo la mesa. Además, si alguna vez ocurriera algo entre él y ella, no sería en ese horrible manicomio o cerca de la celda de su padre.

Al llegar a las afueras de Brangbo otro olor familiar se apoderó de él, el de lo quemado.



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