Yo, Gaudí by Xavier Güell

Yo, Gaudí by Xavier Güell

autor:Xavier Güell
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Memorias
publicado: 2019-09-03T22:00:00+00:00


CARTA XI

Puigcerdá, hotel Europa

28 de abril de 1911

Mi querido amigo:

Ayer salí a dar un paseo con Santaló. El aire de la mañana era tan intenso que me costaba respirar. Lo inhalaba lentamente, para después expulsarlo con una cadencia precisa. Mi alma era como un globo vacío al que inyectaran un soplo vivificador. La naturaleza se desplegaba ante mis ojos y cuando ya creía desvelada la luz más pura, esta se desprendía aún de un último velo: el color verde de los árboles, con toda suerte de tonalidades, se agitaba con un suave ronroneo; el cielo iba cayendo en limpios pedazos de azul, salpicados por destellos de plata, y a lo lejos, nieves rezagadas envolvían las crestas de las montañas. Era todo tan hermoso que las lágrimas velaban mi vista. Anduve despacio, mesurando cada paso, con la sensación de que me costaría llegar hasta el lago a pesar de estar próximo.

No habíamos recorrido ni treinta metros cuando salió a nuestro encuentro el alcalde de la localidad. Era un hombre fornido, con los ojos saltones y las cejas como la cresta de un gallo. Su nariz parecía el pico de un águila y sus mandíbulas tenían tal firmeza que inspiraban temor. El alcalde se quitó el sombrero, e inclinando la cabeza, me dijo:

—Señor Gaudí, si bien las circunstancias no son las mejores, es un honor tenerle con nosotros. Espero que con los aires de la Cerdaña recupere pronto la salud. Cuente con nosotros para lo que sea necesario.

Santaló le informó de mis progresos, advirtiéndole, no obstante, que todavía debería permanecer en Puigcerdá varias semanas más, a lo que el alcalde repuso:

—Hace un día espléndido, aunque dentro de poco refrescará y es posible incluso que llueva. ¿Se dirigen al lago? Si quieren puedo mandarles ahí un coche para que los traiga de vuelta.

Caminamos por el estrecho sendero que rodeaba al lago. El final de la mañana parecía desgajado del tiempo. Si yo pudiese imaginar, crear otro mundo, imaginaría y crearía uno igual a este. La brisa acariciaba el agua a rachas, produciendo pequeños remolinos que se oscurecían y se aclaraban de manera alterna; un trémolo, como un escalofrío, se disolvía en la neblina que flotaba sobre la superficie; los árboles, despeinados, rezumaban tristeza; de sus miradas parecían brotar misterios, abatimientos, ilusiones arrastradas años y años. Pasada la euforia inicial, sentí un estremecimiento. Pedí a Santaló hacer un alto en el camino y nos sentamos en un banco al borde del lago. A medida que el sol descendía, se difuminaba el brillo de las cosas y el murmullo del agua se alargaba en el gorjeo de los pájaros. Cerré los ojos y permanecí durante unos minutos perdido en ensoñaciones. De pronto te vi aparecer por la izquierda, bordeando la orilla, con la cara moteada por la luz que se filtraba entre las hojas de los árboles. Como una estatua griega, tu cabellera, del color de la miel, se ensortijaba en la frente, sobre las orejas y más abajo aún, en la nuca, enmarcando tus facciones.



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