El negociado del yin y el yang by Eduardo Mendoza

El negociado del yin y el yang by Eduardo Mendoza

autor:Eduardo Mendoza [Mendoza, Eduardo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Humor, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2019-09-30T16:00:00+00:00


¿Quién manda a un idiota meterse en tratos que no entiende?

En la veranda, la mesita y las dos butacas de mimbre en las que Madame Kwank y yo habíamos conversado la víspera centelleaban al dar el sol en la capa de humedad nocturna que las envolvía. El aire todavía conservaba el frescor de la noche. Me acodé en el pretil y traté de poner orden en los acontecimientos de las últimas horas.

Como por mi carácter circunspecto he sido poco dado a los lances fortuitos, mis encuentros con diversas mujeres siempre me han producido una profunda impresión. Ahora, sin embargo, lo pintoresco del escenario, los complejos motivos de aquella mujer perturbada, el sobresalto producido por su inesperado trance y, sobre todo, el haberla conquistado usurpando la identidad de otra persona, en una parodia involuntaria de Don Juan, me impedían analizar lo ocurrido con claridad y, en mi fuero interno, desterraba el episodio a la esfera de lo imaginario.

Me sacó de aquellas reflexiones advertir que el sampán, en vez de virar hacia la izquierda para dirigirse al puerto situado en el extremo opuesto de la ciudad, como habría sido lógico para una embarcación de su calado, mantenía rumbo hacia el punto que ocupaba el hostal. Aunque llevaba desplegadas las dos velas trapezoidales, navegaba a motor, a juzgar por la rapidez de su avance en un mar sin viento y por la estela de espuma que iba dejando a su paso. Cuando estuvo más cerca distinguí las siluetas de dos hombres asomadas a la borda, como si escudriñaran la playa. A unos veinte metros de la rompiente, el sampán se detuvo y echó el ancla. El murmullo de las olas me impedía oír las voces, pero debieron de impartirse órdenes, porque al punto cuatro tripulantes echaron al agua una balsa hecha de troncos de bambú y saltaron tras ella. Uno llevaba una especie de faldellín, otro, un taparrabos de tela gruesa y dos, unos pantalones muy anchos que les llegaban por debajo de la rodilla. Todos se cubrían la cabeza con pañuelos de colores vivos. Se metieron en el agua sin quitarse la ropa y, agarrados a los costados de la balsa, nadaron hasta hacer pie. Luego siguieron caminando y arrastrando la balsa hasta depositarla en la arena.

Distraído en la contemplación de la maniobra, realizada con pericia y rapidez, no me di cuenta de que alguien subía la escalera. Cuando me volví, el intruso ya había alcanzado la veranda. Era un nativo vestido con sarong, blusón de mangas abullonadas, chaleco de fieltro y turbante. De inmediato reconocí al individuo que unas horas antes había visto merodear por la playa desde el balcón de la alcoba. Era un hombre como de cincuenta años de edad, de corta estatura, piel tostada y enjuto de complexión. En el cinturón de cuero labrado llevaba un puñal largo, de hoja curva, como los que había visto en Pattaya, en los escaparates de las tiendas de recuerdos.

Cuando llegó a donde yo estaba nos quedamos el uno frente al otro, sin saber qué hacer.



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