Volt by Alan Heathcock

autor:Alan Heathcock [Heathcock, Alan]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 2011-06-06T00:00:00+00:00

2

Los tallos altos y pálidos se inclinaban bajo el peso del calor mientras Miriam deambulaba por el laberinto que había podado en su maizal. Los mirlos gimoteaban, el aire estaba impregnado del tufo del campo. Se secó el cuello con un pañuelo y se preguntó qué pensaría su madre de aquel laberinto. Sabía que lo desaprobaría, pero había sido un año muy duro y tenían una buena suma gracias al seguro de su madre, así que después de todo lo que habían tenido que padecer, con la muerte de su madre hacía tres meses y el juicio a punto de celebrarse, ¿qué importaba si a Miriam simplemente le apetecía perderse un rato, dar largos paseos sin rumbo apartada del mundo?

Un ruido de pasos en el maizal. Miriam se detuvo y se estremeció cuando de repente irrumpieron en el corredor un pequeño terrier gris y un chucho peludo. El perro gris se paró, se quedó unos segundos mirándola, jadeante, luego huyó. Miriam deseó atraparlos, adoptarlos. Caminó más deprisa intentando no perderlos de vista, pero el corredor se curvaba al fondo y dejó de verlos en cuanto tomaron la curva.

Miriam pensó que los había perdido cuando volvió a distinguir unos crujidos en la espesura. Se quedó rígida, a la escucha. El movimiento se fue aproximando entre los tallos y al rato el terrier y el chucho volvieron a irrumpir en el corredor con dos niños agarrándoles del rabo.

Los perros tiraron y escarbaron hacia las hileras opuestas. Al ver a Miriam, los niños se quedaron como animalillos asustados, sin camisa, jadeantes, el pelo enredado y las caras sucias. El mayor debía rondar los doce años, el menor parecía su hermano gemelo, en versión reducida.

Eran los McGahee, vivían con su padre, Seamus, un aparcero que cultivaba una lengua de tierra carretera abajo. El pasado mes de julio los niños se habían dedicado a lanzar cohetes a los coches y a volar los buzones de la carretera Old Saints, el de Miriam incluido.

—Aquí no podéis estar —les chilló Miriam avanzando airada hacia ellos.

Salieron en estampida balanceando sus brazos escuálidos. El instinto le dijo que los siguiese para dejarles las cosas claras, pero al ponerse a caminar por aquel terreno desnivelado sintió que las piernas le pesaban como si fuesen de madera. Las botas de los niños se difuminaron en el polvo. Sus cuerpos se fueron empequeñeciendo a lo lejos. El sendero se dividía en dos y cuando Miriam llegó a la bifurcación ya habían desaparecido. El camino de la derecha terminaba en una espesa pared de cultivo. Pero el de la izquierda describía una leve curva y daba acceso al centro soleado del laberinto.

Miriam se precipitó hacia la luz. Cada paso era como un latigazo de fuego que le subía por las espinillas. Entró resoplando en el claro. Allí el sembrado se abría en un círculo de unos veinte metros de diámetro a cuyo centro iban a dar los pasajes del laberinto como los radios de una rueda. Al otro extremo de la rotonda, en la entrada de una de las galerías, entrevió las siluetas encorvadas de los niños.

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