Vampiras by AA. VV

Vampiras by AA. VV

autor:AA. VV. [AA. VV.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Terror
editor: ePubLibre
publicado: 2010-01-01T00:00:00+00:00


ALICE HEATHERTON

28 de septiembre de 1906 - 2 de octubre de 1928

—¿Ve? —me preguntó.

—Veo que una chica llamada Alice Heatherton murió hace un mes a los veintidós años de edad —admití—, pero en cuanto a lo que eso tiene que ver con lo ocurrido anoche no…

—Naturalmente —me interrumpió con una risita en la que no había ninguna alegría—. Pero así es. Hay muchas cosas que usted no ve, mi viejo amigo, y hay muchas más ante las que se limita a parpadear, como un niño que se apresura a pasar las páginas desagradables de un libro de ilustraciones. Y ahora, si tiene la bondad de dejarme solo, hablaré con Monsieur l’lntendant de este hermoso parque y con algunas personas más. Si es posible volveré a tiempo para la cena, pero —alzó los hombros en un encogimiento cargado de fatalismo—, a veces el deber nos obliga a olvidarnos de la comida. Sí, desgraciadamente así ocurre a veces…

El consomé se había enfriado y el asado de cordero burbujeaba en el horno cuando oí sonar el teléfono de mi estudio.

—Trowbridge, amigo mío —dijo la voz de Jules de Grandin desde el otro extremo de la línea, agudizada por la emoción—, reúnase conmigo en Adelphi Mansions tan deprisa como pueda. ¡Le necesito como testigo!

—¿Testigo? —repetí—. ¿Qué…?

Un seco chasquido me informó de que había colgado el auricular, por lo que me quedé contemplando asombrado el mudo instrumento que tenía en la mano.

Cuando llegué, De Grandin estaba esperándome ante la entrada de aquel elegante edificio de apartamentos. Me hizo cruzar el umbral y me llevó por el vestíbulo alfombrado hasta los ascensores, negándose a contestar a mis impacientes preguntas. Cuando la cabina del ascensor salió disparada hacia arriba metió la mano en el bolsillo y sacó de él una pequeña instantánea sobre la que se veían las huellas dejadas por varios pulgares.

—La he tomado prestada de le Journal —me explicó—. Ellos ya no la necesitaban para nada.

—¡Cielo santo! —exclamé mientras contemplaba la foto—. Pe-pero si es…

—Desde luego que lo es —dijo De Grandin con voz impasible—. No cabe duda de que es la chica a la que vimos anoche; la chica cuya tumba visitamos esta mañana; la chica que le dio el beso de la muerte al joven Rochester.

—Pero eso es imposible. Esa chica está……

Su breve carcajada me impidió terminar la frase.

—Estaba seguro de que diría justamente eso, amigo Trowbridge. Venga conmigo: oigamos qué puede decirnos al respecto la señora Atherton.

Una esbelta doncella negra vestida con un uniforme blanco y negro respondió a nuestra llamada y aceptó nuestras tarjetas para entregárselas a su señora. Cuando salió de la más bien suntuosa sala de recepción contemplé con cierta envidia lo que nos rodeaba, fijándome en las alfombras de China y Oriente Próximo, las antigüedades de caoba y un hermoso tapiz medieval con una escena de los Nibelungenlied bajo la que había una leyenda en letras góticas: «Hic Siegriedum Aureum Occidunt (Aquí mataron al dorado Sigfrido)».

—Doctor Trowbridge, doctor De Grandin…

Aquella voz suave y bien educada me hizo abandonar mi estudio del tapiz: una imponente dama de cabellos blancos acababa de entrar en la estancia.



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