Un voluntario realista by Benito Pérez Galdós

Un voluntario realista by Benito Pérez Galdós

autor:Benito Pérez Galdós [Pérez Galdós, Benito]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1877-12-31T16:00:00+00:00


En el momento de caer, una voz sonó a su lado, y manos nada blandas le tocaron los hombros. La voz dijo riendo:

—Date preso, seductor de monjas.

—¡Quién va! —gritó Tilín desasiéndose de aquellas manos y arremetiendo a su descubridor con amenazadores puños.

—Alto, alto, señor Tilín —dijo este agarrotando las muñecas del sacristán con mano vigorosa—. Soy amigo. No tema usted nada de un pobre prisionero. Jamás he sido protector de monjas, y si lo fuera, callaría este caso, porque tampoco soy delator…

—¿Quién es usted?

—¿Tan desfigurado estoy que no me conoce? —dijo acercando su rostro al de Pepet.

—¡Ah! es el Sr. Servet si no me engaño.

—El mismo, y si por carácter no fuera discreto seríalo ahora por tratarse de un hombre a quien eternamente debo gratitud por la libertad que me ha dado.

—El demonio cargue con usted y con su gratitud —replicó Tilín, cuyo enojo no podía aplacarse con las corteses manifestaciones del que en tan mala ocasión le había sorprendido.

—Y con el mal humor de usted —añadió el llamado Servet—. En ninguna parte está mejor un secreto que en el pecho de un hombre agradecido. Si en vez de ser yo quien pasaba por aquí hubiera sido otro, el Sr. Tilín habría tenido un disgusto. Mañana sabría toda la ciudad que las monjas de San Salomó…

—¡Por las patas y el rabo de Satanás! —gritó Tilín con ira— que si usted habla mal de las señoras o las ultraja, aquí mismo le arranco el corazón. Tengo ganas de matar a alguien.

—Hombre, ¡qué capricho!… Pues a mí me pasa lo mismo —dijo Servet flemáticamente—. Aquí tengo dos pistolas y un cuchillo de monte que me ha dado el señor de Guimaraens.

—Pues vamos —gritó Tilín como un insensato dando algunos pasos hacia la puerta del Travesat.

—¿A dónde?

—A matarnos.

Si la noche hubiera estado clara se habría visto en los ojos de Pepet Armengol el brillo siniestro de la locura.

—Eso debe meditarse antes —dijo el caballero D. Jaime con gravedad no exenta de burla—. Mi vida actual no es precisamente de las que merecen el nombre de deliciosas; pero ¡qué demonio! es preciso llevarla a cuestas y la llevaremos; no faltará un cabecilla que nos alivie de ese peso.

—¡Déjeme usted… déjeme usted solo! —exclamó Tilín apoyando su cuerpo en la muralla de la ciudad y hundiendo la barba en el pecho.

—Pues adiós, adiós. Nunca me ha gustado ser importuno.

El caballero dio algunos pasos para alejarse. Con violento ademán se abalanzó Tilín hacia él y deteniéndole por un brazo, acercó el martilludo puño a su rostro y le dijo:

—Si usted deja escapar una palabra, una palabra sola que ofenda la honra, la fama y la santidad de las señoras de San Salomó, encomiéndese usted a Dios. ¿Está entendido?

—Entendido. Yo no he visto nada. Puede volver a subir si gusta.

—No subiré más, no. No subiré más —bramó el voluntario moviendo la cabeza con desesperación—. Y si subo o no subo, a usted poco le importa. Las madres de San Salomó son honradas. No hay ninguna que no lo sea.



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