Un viaje de diez metros by Richard C. Morais

Un viaje de diez metros by Richard C. Morais

autor:Richard C. Morais [Morais, Richard C.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2008-01-01T00:00:00+00:00


Capítulo IX

PAPA recibió la carta certificada el martes siguiente. Llegó mientras yo salía de la cocina para echar una mirada a las reservas de la noche. La tía se estaba haciendo las uñas con un esmalte carmesí y empujó con el codo el libro para que pudiera leerlo. Era desolador. Sólo había reservadas tres de un total de treinta y siete mesas.

Papa estaba sentado en la barra, frotándose los pies descalzos con una mano y clasificando el correo con la otra.

—¿Qué dice ésta?

Me colgué el paño de cocina al hombro y leí la carta que él me tendía.

—Dice que estamos infringiendo el código acústico de la ciudad. Tenemos que cerrar el restaurante del jardín a las ocho de la tarde.

—¿Qué?

—Si no lo hacemos, seremos llevados a juicio y multados con diez mil francos al día.

—¡Es esa mujer!

—Pobre Mayur —dijo la tía agitando sus húmedas uñas en el aire—. Le gustaba tanto servir en el jardín. Tengo que decírselo.

El pasillo se llenó del frufrú de su sari de seda amarillo mientras iba en busca de su marido. Cuando me di la vuelta para dirigirme a Papa, vi que ya se había ido del taburete. La luz se filtraba a través del cristal tintado de las ventanas del vestíbulo y el aire formaba remolinos con las motas de polvo plateadas. Oí a Papa gritando por teléfono en la parte de atrás de la casa. A su abogado. Entonces comprendí: nada bueno saldría de esto.

Nada bueno.

El contragolpe de Papa tuvo lugar sólo unos días después, cuando un burócrata del departamento de Medio Ambiente, Tráfico y Mantenimiento del Telesquí de Lumière aparcó un Renault oficial delante de Le Saule Pleureur. Era una especie de justicia poética, porque se trataba del mismo funcionario que había cerrado nuestro restaurante del jardín y nos había hecho desmontar los altavoces estéreo que teníamos fuera.

—¡Abbas, ven, ven! —gritó la tía, y toda la familia, con gran alborozo, salió por la puerta principal para quedarse en el sendero de grava y observar los acontecimientos que tenían lugar al otro lado de la calle.

Dos hombres salieron de la furgoneta Renault. Llevaban una sierra mecánica. De su boca colgaban sendos cigarrillos sin filtro, se escupían mutuamente el patois local. Papa se relamió los labios con satisfacción, como si acabara de meterse una empanadilla en la boca.

Madame Mallory abrió la puerta principal de su restaurante, con una chaqueta de punto que le cubría los hombros. El funcionario de Medio Ambiente estaba en su sendero, entornando los ojos mientras se limpiaba las gafas con un pañuelo blanco.

—¿Por qué está usted aquí? —soltó ella—. ¿Quiénes son esos hombres?

El funcionario sacó una carta del bolsillo del pecho de su camisa y se la tendió a madame Mallory. Ésta la leyó en silencio, mientras movía adelante y atrás la cabeza.

—No puede. No lo permitiré.

Mallory rasgó con fuerza el papel.

El joven suspiró lentamente.

—Lo siento, madame Mallory, pero está absolutamente claro. Está usted violando el código 234bh. Hay que cortarlo. O al menos, el…

Pero Mallory había ido hacia su



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