Un debut en la vida by Anita Brookner

Un debut en la vida by Anita Brookner

autor:Anita Brookner [Brookner, Anita]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2018-06-23T04:00:00+00:00


12

Ruth se despertó, se sentó en la cama y se preparó para afrontar un día más en la rue des Marronniers. Cogió su cuaderno y anotó lo que había soñado, porque había leído en una revista que eso era terapéutico. El sueño, como siempre, había sido desagradable. Estaba en una sala gélida, pintada de blanco, esperando los resultados de unas pruebas médicas. Sabía, con una íntima convicción, antigua y profunda, que en las demás estancias del edificio había calefacción y los demás ocupantes estaban recibiendo buenas noticias. Antes de decidirse a protestar levemente, como de costumbre, por aquel estado de las cosas, se trasladaba a Bruselas, donde la asaltaba un hambre descomunal. Estaba tan ocupada engullendo café y bollos que no tenía tiempo de entretener a su compañero, una persona de sexo indefinido y pelo gris. Se despertó, desconcertada, consciente de que se había quedado sola mientras el compañero se alejaba con paso decidido por un bosquecillo o un jardín cubierto por una gruesa alfombra de hojas caídas. Este sueño era en color. Muy parecido a una película.

En contraste con el sueño, la luz sepia que intentaba colarse entre los barrotes de la ventana de su habitación en el sexto piso de la rue des Marronniers reducía su vida a un único tono. Seguía sin creerse que alguien la hubiera encerrado en aquel cuarto, cuando no había cometido ningún delito. Rhoda y Humphrey Wilcox eran personas severas y solemnes que inspiraban cierta incomodidad, pero a Ruth le gustó la casa, luminosa y coqueta, y le ilusionó la idea de que podría llevar una vida tranquila. Rhoda le ofreció una taza de té y una galleta diminuta, la llevó a conocer al octogenario Humphrey, que estaba sentado en su butaca, como una tortuga, y la dejó con él mientras iba a hacer algo en la cocina. Ruth se dio cuenta de que aquello era el equivalente de esos fines de semana en una casa de campo, donde se valora a los invitados por su idoneidad para ocupar un puesto menor aunque importante en la Administración Pública. Sin hacer caso de la mano de Humphrey, que se posó en su rodilla y se quedó allí inmóvil, ni de su empeño por hablar francés —escribía sus biografías con el seudónimo de Maurice de Grandville—, Ruth pasó veinte minutos escuchando su disertación sobre la vida de la duquesa de Berry, y habría seguido aún más tiempo de no ser porque se dieron cuenta de que Rhoda había vuelto de la cocina y estaba en la puerta, cruzada de brazos. Humphrey retiró la mano, que era pálida y húmeda, como la de un alfarero.

—Le has caído muy bien —dijo Rhoda—. Creo que podemos dejarte la habitación, aunque Humphrey a veces sube allí a meditar. Sabes cómo son las habitaciones del servicio, ¿verdad?

Ruth negó con la cabeza.

—Solo sé que suelen estar en el ático.

—En otra época, todos los criados del edificio vivían en el ático. Ya no hay criados, claro, pero hay una escalera al lado de la puerta de la cocina, por la que bajaban a trabajar por las mañanas.



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