Tras el incierto Horizonte by Frederik Pohl

Tras el incierto Horizonte by Frederik Pohl

autor:Frederik Pohl [Pohl, Frederik]
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 84-7386482-2
editor: Ultramar editores
publicado: 1988-01-31T16:00:00+00:00


Le costó mucho conciliar el sueño. No temía dormir. Lo que le causaba pavor era el despertar que seguiría al sueño, y cuando sucedió, fue tan terrible como había temido. En un primer momento fue un día como otro cualquiera, y fue sólo después de un apacible lapso en que se desperezó y bostezó cuando recordó lo sucedido.

—Peter Herter —se dijo en voz alta—: Estás solo en este maldito lugar, y cuando te mueras , aquí mismo, seguirás estando solo.

Se percató de que se estaba hablando a sí mismo. Ya.

Siguiendo con los hábitos adquiridos durante todos aquellos años, se lavó, se limpió los dientes, se peinó el cabello y entonces se tomó cierto tiempo para recortarse los pelillos que le sobresalían de los oídos y de la base del cuello. De todas formas daba igual lo que hiciera. Después de abandonar su reservado, tomó dos paquetes de comida CHON y se los comió metódicamente antes de preguntarle a Vera si había mensajes del Paraíso Heechee.

—No —dijo—, ...Mr. Herter. Pero hay órdenes de la Tierra.

—Más tarde —dijo. No le importaban.

Le dirían que hiciera cosas que ya había hecho, seguramente. O le dirían que hiciera cosas que no tenía intención de hacer, quizás que saliera al exterior para cambiar la situación de los reactores, para volver a intentarlo. Pero la factoría, por supuesto, volvería a contrarrestar cada aceleración con una aceleración de igual intensidad y de sentido inverso, para continuar Dios sabía dónde y por razones que Él podía conocer. De todas formas, nada de lo que se recibiera de la Tierra en los siguientes cincuenta días tendría relevancia alguna en relación a los nuevos acontecimientos.

Y en menos de cincuenta días...

En menos de cincuenta días, ¿qué?

—Te comportas como si tuvieras un abanico de posibilidades donde elegir, Peter Herter —gruñó para sí.

Bueno, tal vez las tuviera, pensó, de poder darse cuenta de cuáles eran. Mientras tanto, lo mejor que podía hacer era continuar lo que había hecho siempre. Mantenerse fastidiosamente limpio. Realizar todas aquellas tareas que razonablemente podía hacer. Mantener sus perfectamente establecidos hábitos. Durante todas aquellas décadas había aprendido que el mejor momento para evacuar era unos cuarenta y cinco minutos después de desayunar; era casi aquella hora; lo apropiado era hacerlo. Mientras estaba acuclillado en el sanitario sintió una débil aceleración que le preocupó. Era un fastidio que las cosas sucedieran sin él saber el motivo, y no dejaba de ser una interrupción de lo que estaba haciendo con su acostumbrada eficacia. Desde luego que uno no podía esperar demasiada eficacia de unos esfínteres que habían sido comprados y trasplantados gracias a un desgraciado (o hambriento) donante, o de un estómago que había sido trasplantado intacto de otro cuerpo. Sin embargo, le agradaba que funcionaran tan bien.

«Te interesa el funcionamiento de tus intestinos hasta un límite que raya la morbosidad», se dijo sin hablar.

También sin hablar —aunque no parecía tan malo hablarse a uno mismo mientras nadie le oyera—, se autodefendió. No carecía de justificación, pensó. Eso sucedía porque tenía en



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