Los errantes by Olga Tokarczuk

Los errantes by Olga Tokarczuk

autor:Olga Tokarczuk [Olga Tokarczuk]
La lengua: spa
Format: epub
editor: Editorial Anagrama
publicado: 2019-10-10T22:00:00+00:00


Si no fuera porque lo acompañé al día siguiente hasta su casa –primero en barca y luego a pie–, nunca me habría enterado de lo que aquejaba a Philip Verheyen. Aun así, lo que le oí relatar se me antojó extraordinariamente extraño. Como médico y anatomista me he encontrado varias veces con el fenómeno en cuestión, mas siempre atribuí esos dolores a una hipersensibilidad nerviosa, a una imaginación más que fecunda. Pero conocía a Philip desde hacía muchos años, y nadie estaba a su altura en cuanto a precisión mental y rigor en la observación, ni a la hora de emitir un juicio. Un intelecto que aplica el método correcto puede alcanzar el conocimiento verdadero y útil del mundo a través de los más insignificantes detalles apoyándose en sus propias ideas, claras y nítidas: es lo que se nos enseñó en la misma universidad en que cincuenta años antes Descartes diera clases de matemáticas. Porque Dios, perfecto en supremo grado, siendo quien nos ha dotado de facultades cognitivas, no puede ser un embaucador. Siempre que usemos adecuadamente tales facultades deberíamos alcanzar la verdad.

Los dolores empezaron a manifestarse pocas semanas después de la operación. Por la noche, cuando el cuerpo se relajaba y serpenteaba sobre el tenue límite del duermevela, era acosado por turbadoras imágenes itinerantes, viajeras por una mente somnolienta. Sentía como si la pierna izquierda se le durmiese y debiera colocarla en la posición adecuada, percibía un hormigueo en los dedos, desagradables pinchazos. Se revolvía medio inconsciente. Quería mover los dedos, pero la imposibilidad de hacerlo acababa por despertarlo del todo. Se sentaba sobre la cama, apartaba el edredón y observaba el sitio dolorido: unos treinta centímetros debajo de la rodilla, justo encima de la sábana arrugada. Cerraba los ojos e intentaba rascarse, pero no tocaba nada, los dedos peinaban con desesperación el vacío, todo alivio le era negado.

Una noche, presa de la desesperación, cuando el dolor y el picor lo enloquecían, Verheyen se levantó y encendió con manos temblorosas una vela. Saltando a la pata coja, trasladó a la mesa el recipiente con la pierna amputada –que Fleur, al no lograr convencerlo de guardarla en el trastero, cubría con una mantilla floreada–, la sacó y a la luz de la vela intentó hallar en esa extremidad la causa del dolor. La pierna parecía más pequeña, la piel amarronada por el brandy, pero las uñas seguían siendo convexas, nacaradas, y Verheyen tuvo la impresión de que habían crecido. Se sentó en el suelo, las piernas hacia delante, y colocó la extremidad amputada justo debajo de la rodilla izquierda. Cerró los ojos y a tientas alcanzó el sitio dolorido. Su mano tocó un trozo de carne fría, pero no así el dolor.



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