Narraciones extraordinarias by Edgar Allan Poe

Narraciones extraordinarias by Edgar Allan Poe

autor:Edgar Allan Poe [Poe, Edgar Allan]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Terror
editor: ePubLibre
publicado: 1969-01-01T05:00:00+00:00


EL CORAZÓN DELATOR

¡De veras! Soy muy nervioso, extraordinariamente nervioso. Lo he sido siempre. Pero ¿por qué decís que estoy loco? La enfermedad ha aguzado mis sentidos, pero no los ha destruido ni embotado. De todos ellos, el más agudo era el oído. Yo he escuchado todas las cosas del cielo y de la tierra y bastantes del infierno. ¿Cómo, entonces, he de estar loco? Atención. Observad con qué serenidad, con qué calma puedo contaros esta historia.

Es imposible explicar cómo la idea penetró en mi cerebro. Pero, una vez adentrada, me acosó día y noche. Motivo, realmente, no había ninguno. Nada tenía que ver con ello la pasión. Yo quería al viejo, y nunca me había hecho daño. Jamás me insultó. Y su oro no despertó en mí la menor codicia…

Creo que era su ojo. Sí, ¡esto era! Uno de sus ojos se parecía a los del buitre. Era un ojo azul pálido, nublado, con una catarata. Siempre que caía ese ojo sobre mí se helaba mi sangre. Y así poco a poco, gradualmente, se me metió en el cerebro la idea de matar al anciano y librarme para siempre, de este modo, de aquella mirada.

Ahora viene lo más difícil de explicar. Me creeréis un loco. Los locos nada saben de cosa alguna, pero si me hubieseis visto, si hubierais visto con qué sabiduría procedí y con qué precaución y cautela me produje…; con qué disimulo puse manos a la obra…

Jamás me manifesté tan amable con él como durante toda la semana que precedió al asesinato. Cada noche, cerca de la medianoche, descorría el pestillo de su puerta y la abría muy suavemente. Y entonces, cuando la había abierto lo suficiente para asomar mi cabeza, adentraba por la abertura una linterna sorda, bien cerrada, para que no se filtrara ninguna claridad. Después metía la cabeza. ¡Oh…! Os hubierais reído viendo con qué cuidado introducía la cabeza. La movía lentamente, muy lentamente, con miedo de turbar el sueño del anciano. No exagero al decir que, por lo menos, necesitaba una hora para poner toda mi cabeza por la abertura y ver al anciano acostado en su cama. ¡Ah! ¿Hubiera sido tan prudente un loco?

Entonces, una vez que mi cabeza estaba dentro de la habitación, abría con precaución mi linterna. (¡Oh, con qué cuidado, con qué cuidado!). Porque los goznes rechinaban un poco. Abría justamente lo necesario para que un rayo casi imperceptible de luz incidiera sobre el ojo de buitre. Hice esto durante siete noches interminables, a medianoche precisamente. Pero encontraba siempre el ojo cerrado, y así, fue imposible realizar mi propósito porque no era el viejo el que me molestaba, sino su maldito ojo. Y todas las mañanas, cuando amanecía, entraba osadamente en su cuarto y hablábale valerosamente, pronunciando su nombre con voz cordial, interesándome por como había pasado la noche. Estáis viendo, pues, que había de ser un hombre muy perspicaz para sospechar que todas las noches, precisamente a las doce, le observaba durante su sueño.

Finalmente, en la octava noche, abrí la puerta con mayor precaución que antes.



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