Tirano III. Juegos funerarios by Christian Cameron

Tirano III. Juegos funerarios by Christian Cameron

autor:Christian Cameron
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Bélico, Histórico
publicado: 2010-02-04T00:00:00+00:00


17

Se hallaban doscientas millas al nornoreste de Alejandría y el timonel, Peleo, avistó con sumo atino la costa de Salamis, en Chipre. Las playas de la isla no eran más que un resplandor titilante, y el templo de lo alto del cabo consagrado a Afrodita resplandecía bajo el sol.

—Peleo, eres el príncipe de los navegantes —lo alabó Sátiro, con el remo de gobierno debajo del brazo.

Peleo no miraba al frente, sino que escrutaba la estela de la nave. El Loto Dorado era un tremiolia, un barco con tres bancadas y media de remeros, una vela permanente y la tripulación necesaria para manejarla incluso en combate. Los piratas preferían la versión menor, llamada hemiolia, igual que los rodios, que eran los mejores marineros del mundo. El Loto Dorado era de construcción rodia y Peleo era un rodio de nacimiento que llevaba navegando desde los seis años. A la sazón no se conocía su edad, pero tenía la barba blanca y todos los marineros de Alejandría lo trataban con respeto.

—Mientras hablas, hay una muesca en la estela —dijo el timonel.

Con la adusta determinación de la juventud, Sátiro agarró con fuerza el timón de gobierno.

—Nunca he preparado a un chico de tu edad para ser timonel —comentó Peleo. Pero lo dijo esbozando una sonrisa, y la curva de sus labios daba a entender que a lo mejor, sólo a lo mejor, Sátiro sería la excepción—. Si te digo que pongas rumbo al norte por el este, ¿cuál será el primer cabo que verás?

Sátiro se volvió para mirar la estela.

—Mar abierto hasta que veamos aparecer el monte Olimpo de Chipre por la amura de babor —contestó.

—Tal vez —convino Peleo—. La respuesta es correcta. Pero ¿qué error hay en la orden?

Sátiro detestaba aquella clase de preguntas. Miró hacia el blanco cegador del lejano templo.

—No lo sé —contestó tras una incómoda pausa.

—Desde luego, es una respuesta franca —admitió Peleo—. Es verdad, chico: no lo sabes. Y no puedes saberlo. He aquí la respuesta: estamos demasiado cerca de tierra para contar con la brisa marina, de modo que nuestros muchachos tendrían que remar todo el tiempo. —Estaba observando la costa—. Tengo intención de hacer noche en Thronoi; la playa es de fina arena blanca y los habitantes del pueblo nos traerán comida a buen precio. Antes tenía un chico allí.

Su sonrisa arrugó la cicatriz que le surcaba el rostro.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Sátiro. Estaba enamorado, de ahí que quisiera oír hablar de los amores de los demás.

—Creció y se casó con una chica —replicó Peleo con aspereza—. Atento al timón, chico. Hay una muesca en la estela. —Miró detrás de Sátiro, a través del agua y casi directamente al sol—. Tenemos compañía.

El muchacho volvió la vista atrás hasta que divisó unas manchas oscuras justo en el límite del horizonte y casi invisibles con el resplandor del sol.

—Sí, ahora lo veo.

Peleo gruñó.

Thronoi estaba bastante retirado de la costa, pues ningún pueblo sin amurallar podía permitirse estar cerca del mar. Los primeros hombres que se aproximaron portaban lanzas y jabalinas,



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