Tierra de leche y miel by Toti Martínez de Lezea

Tierra de leche y miel by Toti Martínez de Lezea

autor:Toti Martínez de Lezea [Martínez de Lezea, Toti]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Narrativa
editor: Erein
publicado: 0101-01-01T00:00:00+00:00


La piedra esmeralda

otoño de 1240

La casa de los Ibn al-Abbar en Damasco no se parecía en nada a su discreta vivienda de Acre, puesto que, en realidad, era un palacio de amplias dimensiones situado en la calle más larga de la ciudad. La inesperada llegada del dueño causó un enorme revuelo, y en unos instantes se hallaba rodeado de sirvientes que mostraban su júbilo, se inclinaban ante él al igual que ante un rey y le besaban la mano, lo cual, a fe de Ianiz, no dejaba de ser llamativo, visto que el hombre no era más que un mercader y un traficante de reliquias. Lo vio desaparecer por el portón principal, y él permaneció solo en el exterior sin saber qué hacer hasta que apareció un muchacho y le indicó que le siguiera. Al rato se encontraba en el baño, a ras de suelo de una habitación alicatada con azulejos de colores y asaltado por dos mujeres que lo dejaban en cueros, se metían en el agua y frotaban con esponjas naturales sus músculos entumecidos. No parecían en absoluto cohibidas por su desnudez, aunque tampoco dijeron una sola palabra ni dirigieron mirada alguna a su miembro no circuncidado; lo enjabonaron a fondo, lo enjuagaron y lo secaron; peinaron sus cabellos hacia atrás y los untaron con un aceite aromático. Después, lo vistieron con unos calzones hasta los tobillos y una túnica blanca de seda, le calzaron unas zapatillas de piel fina abiertas por los talones y, aparentemente satisfechas con el resultado, lo acompañaron a una sala iluminada por grandes faroles de plata cuya luz a través del enrejado creaba extrañas figuras en las paredes encaladas. Había allí media docena de hombres que inclinaron la cabeza a modo de saludo, y él respondió sin saber muy bien qué hacer, si sentarse como ellos sobre alguno de los cojines colocados alrededor de una larga mesa de dos palmos de alto y repleta de bandejas con comida, o esperar de pie a que apareciera su anfitrión; optó por lo último. No tuvo que aguardar mucho; al poco, entraba el dueño en la sala llevando del brazo a una señora mayor que no le llegaba al hombro, seguidos por cuatro mujeres y varios adolescentes de ambos sexos. Todos los presentes se levantaron y, esta vez, su saludo fue una profunda inclinación de medio cuerpo causando en Ianiz una gran impresión, pues estaba claro que dicha señal de respeto iba destinada a la señora vestida con una túnica verde musgo, con bordados en hilos de oro, y unas joyas que habrían hecho empalidecer de envidia a la propia reina de Francia. Sentado al otro extremo de la mesa, la observó intentando reconocer en la menguada figura a la navarra que había huido de su familia y de su país con un sarraceno sin fortuna ni recursos. No dejaba de ser curiosa semejante aventura, en cierto modo parecida a la suya, la de un infanzón arruinado que, tras recorrer medio mundo, se hallaba en aquellos momentos en el palacio de una familia árabe con más riquezas de las que él jamás podría soñar.



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