Stop-Time by Frank Conroy

Stop-Time by Frank Conroy

autor:Frank Conroy [Conroy, Frank]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Memorias
editor: ePubLibre
publicado: 1967-04-14T16:00:00+00:00


* * *

La calle

Llegaba tarde. Ya me había saltado la hora de tutoría, así que no pasaba nada por esperar un poco más. Me compré un perrito caliente y me puse a mirar a dos chicos del turno de mañana que jugaban a lanzar centavos contra el muro del instituto Stuyvesant. El sol ya estaba alto e iluminaba la mitad de la calle, así que salí del círculo de sombra de la sombrilla a rayas del vendedor de perritos calientes y me fui en busca del calor. Mi corazón estaba tranquilo. Mi retraso ya era inevitable, y mientras esperaba tenía la calle, ahora maravillosamente tranquila bajo el sol constante, y el sabor ácido de la mostaza amarilla y el ritmo lento del juego que estaba observando. Por unos instantes era libre: me había desprendido de todos los pensamientos y provisionalmente también del confuso desasosiego que me invadía. Aunque me negaba a reconocerlo, me estaba hartando de todo. Unos cambios muy sutiles iban teniendo lugar en mi interior: los sutiles reajustes de una mente que se siente amenazada pero no sabe localizar la amenaza; el furtivo recelo hacia todas las cosas y todas las personas; cierta interrupción de la sensibilidad, como cuando uno contiene el aliento en un momento de peligro y se da cuenta, al pasar ese instante, de que no necesita respirar, de que puede vivir perfectamente sin aire.

—Vente para acá, capullo —dijo uno de los chicos.

Pisando la línea, con el cuerpo encogido como un corredor esperando el pistoletazo de salida, lanzó la moneda casi sin ángulo y sonrió cuando vio que caía a un centímetro de la pared.

—He ganado.

—¿Puedo tirar?

Me miraron un segundo.

—Vale.

—Pero antes tiene que tirar él —dijo el otro chico.

Estuvimos un rato lanzando monedas, sin prisas, relajados y tranquilos bajo el sol. El vendedor de perritos calientes se recostó contra su carrito, medio adormilado, con la barbilla entre las manos. Íbamos empatados cuando los dos chicos dieron por acabada a la partida y pusieron rumbo a la Primera Avenida. Doblaron la esquina discutiendo sobre un lanzamiento dudoso, y yo empecé a subir los escalones de entrada al edificio con mi sombra ascendiendo sinuosa por delante de mí.



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