Sharpe y su peor enemigo by Bernard Cornwell

Sharpe y su peor enemigo by Bernard Cornwell

autor:Bernard Cornwell [Cornwell, Bernard]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras, Bélico, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1983-12-31T16:00:00+00:00


Capítulo 14

Sharpe tenía una prioridad, tan sólo una, y corrió hacia el convento agitando los brazos y chillando a grito pelado.

—¡Capitán Gilliland! ¡Capitán Gilliland!

Mientras andaba pesadamente por el camino vio con alivio que los caballos todavía estaban atados a los tirantes de los carros.

—¡Que se muevan! ¡Deprisa!

—¿Señor? —inquirió Gilliland, que venía corriendo desde la puerta del convento.

—¡Que se mueva ese escuadrón! ¡Deprisa! Dentro del castillo. ¡Empuje ese carro a un lado, pero dese prisa! —gritó Sharpe señalando a un carro tirado por un buey que bloqueaba la entrada principal al castillo. Gilliland seguía mirándolo boquiabierto—. ¡Por el amor de Dios, muévase!

Sharpe miró a los artilleros que subían desperdigados por el valle en dirección al pueblo. Se puso las manos en la boca para gritar.

—¡Artilleros!

Los persiguió, los agarró, él mismo hizo que los caballos se volvieran y poco a poco les fue comunicando aquella sensación de premura a los hombres que habían pensado que el día de Navidad sería un día de descanso.

—¡Muévanse, cabrones! ¡Esto no es un funeral! ¡Atícele, hombre! ¡Muévanse!

Sharpe no temía un ataque de la caballería francesa. Suponía que lo que habían visto los hombres desde la torre del homenaje era una avanzadilla de exploradores franceses que había sido enviada a hacer lo que él había hecho la noche anterior: rescatar a los rehenes. Ahora sí cobraban sentido los tres jinetes que habían vislumbrado al amanecer; eran una patrulla que había descubierto que alguien se les había adelantado y sin duda alguna los franceses tenían la intención de recuperar a sus rehenes bajo una bandera de tregua. Pero Sharpe no quería que vieran aquellos extraños carros y la forja portátil del escuadrón de cohetes. Tal vez estuviera en lo cierto y no habría combate o quizás estuviera equivocado. En ese caso los cohetes, ocultos en las cajas especiales que iban en los carros, constituirían la sorpresa que brotaría en aquel valle alto.

—¡Muévanlo!

Aunque los franceses vieran los carros no tendrían ni idea de su utilidad, pero Sharpe no quería arriesgarse. Se darían cuenta de que había algo extraño en el extremo oeste del valle y ese algo les obligaría a ser cautos. El elemento sorpresa desaparecería.

Sharpe corrió con el primer carro y les gritó a los fusileros.

—¡Despejen esa puerta, deprisa!

Frederickson, el fiel Frederickson, se abrió paso entre los hombres que forcejeaban con el carro.

—Lanceros, señor. Uniformes verdes, vueltas rojas. Sólo son una docena.

—¿Verde y rojo?

—Guardia Imperial, creo. Alemanes.

Sharpe dirigió la vista hacia el pueblo, pero no vio nada. El fondo del valle descendía más allá de Adrados antes de torcerse hacia la derecha, y girar al sur, y si él no podía verlos ellos no podían ver los extraños carros que finalmente se movían detrás de él y se adentraban en el patio del castillo. Lanceros alemanes. Hombres reclutados de los ducados y pequeños reinos que se habían aliado a Napoleón. Había muchos más alemanes que luchaban contra el emperador que en su bando, pero se parecían en una cosa: luchaban tan bien como cualquier hombre en el campo de batalla.



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