Sangre y Oro by Anne Rice

Sangre y Oro by Anne Rice

autor:Anne Rice [Rice, Anne]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Terror
editor: ePubLibre
publicado: 2001-01-01T05:00:00+00:00


17

Durante las semanas siguientes, llevé al santuario de los Alpes nuevos y numerosos tesoros. Adquirí lámparas doradas e incensarios. Adquirí hermosas alfombras en los mercados de Venecia y sedas doradas de China. Encargué a las modistas de Florencia nuevas ropas para mis Padres Inmortales y los vestí con esmero, quitándoles los harapos que debía haber quemado hacía tiempo.

Mientras los arreglaba, les hablé en tono consolador de los prodigios que había visto en el mundo que no cesaba de cambiar.

Deposité ante ellos espléndidos libros impresos, al tiempo que les explicaba el ingenioso invento de la imprenta. Colgué sobre la puerta del santuario un nuevo tapiz flamenco, también adquirido en Florencia, que les describí con todo detalle para que lo contemplaran, si lo deseaban, a través de sus ojos aparentemente ciegos.

Luego fui a Florencia, recogí los pigmentos, aceites y demás materiales que mi sirviente me había conseguido, los trasladé al santuario de la montaña y me puse a pintar los muros en un nuevo estilo.

No traté de imitar a Botticelli, pero retomé el viejo motivo del jardín que me había cautivado siglos atrás y plasmé a mi Venus, mis Gracias y mi Flora, dotando mi obra de los detalles de la vida cotidiana que sólo un bebedor de sangre es capaz de observar.

A diferencia de Botticelli, que había pintado la oscura hierba sembrada de diversas flores, yo mostré los diminutos insectos que inevitablemente se ocultan en ella, la más espectacular y hermosa de las criaturas, la mariposa, y polillas multicolores. Mi estilo se fundaba en un detalle apabullante en todos los aspectos, y muy pronto la Madre y el Padre estuvieron rodeados de un bosque mágico y embriagador, de una escena a la que la pintura al temple de huevo confería un fulgor que yo Jamás había obtenido anteriormente.

Al examinarla, pensando en el jardín de Botticelli, pensando incluso en el jardín con el que había soñado en Roma, el jardín que yo había pintado, me sentí levemente mareado, pero enseguida me esforcé en recobrar la compostura, pues no sabía dónde me encontraba.

Los Padres Regios parecían más sólidos y remotos que nunca. Todo rastro del Fuego Fatídico había desaparecido de ellos y su tez mostraba una blancura inmaculada.

Hacía tanto que no se habían movido que me pregunté si no habría soñado las cosas que habían ocurrido, si no habría imaginado el sacrificio de Eudoxia; en cualquier caso, estaba decidido a pasar largas temporadas fuera del santuario.

Mi último presente a los Padres Divinos (después de terminar de pintar el fresco y adornarlos con sus nuevas joyas) consistía en un centenar de velas de cera de abeja, dispuestas en un candelero alargado, que encendí simultáneamente con el poder de mi mente.

Como era de prever, no observé cambio alguno en los ojos del Rey y de la Reina. Con todo, me produjo un gran placer ofrecerles este regalo, y pasé mis últimas horas junto a ellos dejando que las velas se consumieran mientras les hablaba en un tono suave de los prodigios que había visto en Florencia y Venecia, unas ciudades que me subyugaban.



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