Prohibido by Ted Dekker & Tosca Lee

Prohibido by Ted Dekker & Tosca Lee

autor:Ted Dekker & Tosca Lee [Dekker, Ted]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Ciencia ficción
editor: ePubLibre
publicado: 2011-01-01T05:00:00+00:00


Capítulo veintidós

—VEN ACÁ, ROM, HIJO de Elías —pidió Feyn, tuteándolo y alargando la mano hacia el rostro de él—. Quiero mirar dentro de tus ojos.

En el lapso de una sola hora la realidad de ella se había redefinido en tal forma que aún le hacía dar vueltas a la cabeza del joven.

Rom se inclinó hacia Feyn sobre la cima cubierta de hierba mientras ella le ponía una mano en la mandíbula, y la otra en la mejilla.

—¿Qué estás buscando? —preguntó él, tuteándola también, debajo de la mirada de ella.

—Casi puedo ver lo que estás pensando. Oigo mis propios pensamientos como nunca antes lo había hecho. Hay algo en tus ojos que nunca he visto en los de nadie más. Anoche creía que era locura. Pero esto es demasiado hermoso —confesó Feyn mordiéndose el labio inferior. Un momento después, una lágrima le bajaba por la mejilla.

Rom no se atrevió a interrumpir la metamorfosis de la soberana… había demasiado en juego. Sin duda no le pediría que no llorara. Decirlo sería pedirle que no sintiera. Imposible.

Le había maravillado esta transformación en ella, que le hizo revivir momentos de su propia conversión en la basílica dos noches atrás. Había sido fascinante y humillante. Increíble y espeluznante. Espeluznante porque estaba observando el gran abismo del que ella había salido en tan poco tiempo: una distancia mucho mayor que en cualquiera de los demás.

El estoico mundo del Orden de Feyn se había destrozado.

Con razón el corazón de ella casi se le salía del pecho. No era de extrañar que hubiera tambaleado debajo del cielo, reído al sol, llorado ante el trino de las aves sobre el montículo.

Ya hacía mucho que ella se había despojado de la capa sin importarle el vestido sucio que usaba debajo, apartando de una patada los zapatos de cuero para sentir en los pies la caricia del césped color esmeralda.

Rom estaba fascinado por todo eso. Por ella.

—¿Qué ocurre, mi señora?

—Feyn —corrigió ella.

Él arqueó una ceja.

—No me vuelvas a llamar señora. Te lo prohíbo —declaró ella esbozando una sonrisa conmovedora—. Mi nombre es Feyn.

—Lo sé —contestó Rom sin poder evitar que se le dibujara una sonrisa en los labios.

Todo el mundo sabía el nombre de esta dama. Pero no la conocían y nunca habrían reconocido a la mujer que tenía delante. Ella había sido hermosa antes. Ahora era vibrante.

—Quiero oírte pronunciarlo.

—Feyn —concedió él.

Rom le había insistido menos desde que le diera lo último del frasco, porque la necesidad de respuestas la había reemplazado la fascinación por la manera en que la joven deseaba escudriñar todo a su alrededor. Las flores rojas. La asombrosa calidez de su caballo, por el que había llorado, colocando la cabeza contra la mejilla del animal.

Y del mismo Rom.

—Feyn —repitió él, tan cerca de ella que le podía ver la separación de sus iris, el anillo blanquecino que enrarecía ese glacial gris azulado.

El labio inferior de la joven, que aparecía tan delineado en todo estandarte callejero y en todo cartel de la toma de posesión, estaba tan afelpado que difícilmente reconocía en la mujer delante de él la boca de la soberana.



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