Metro 2035 by Dmitry Glukhovsky

Metro 2035 by Dmitry Glukhovsky

autor:Dmitry Glukhovsky
La lengua: spa
Format: mobi, epub
Tags: Ciencia ficción, Novela
editor: Xibalba's eBooks
publicado: 2015-01-01T08:00:00+00:00


Suerte que había sacado al viejo.

Suerte que lo había convencido de que más adelante podría salvarlo a él.

Suerte que él mismo no se lo había creído. Así, al menos, ya no se estremecía cada vez que se oía la puerta de entrada. Ya no albergaba ninguna esperanza. No contaba los días. Así era más sencillo. Sin tiempo.

Y, por encima de todo, suerte que había podido hablarle a Homero de sí mismo y de los Negros. Que los minutos y su aliento habían bastado. Ya no le daba tanto miedo quedarse allí, en el olvido.

Ocurría algo en el resto de estaciones. Tal vez una guerra. Pero a la Schillerovskaya no llegaba nada. Allí todo seguía el camino habitual: las paredes del nuevo espacio vital se corroían y se desprendían de sus piedras, el túnel hasta la Kuznetsky Most se alimentaba de tierra y de cadáveres y se acercaba cada vez más hacia la estación. Artyom estaba cada vez más débil, pero pugnaba por no dejar de existir. Lyokha, el broker, ya parecía un esqueleto ambulante. Pero se le había metido en la cabeza que tenía que mostrarse todavía más obstinado que Artyom.

No hablaban el uno con el otro. ¿Y de qué habrían hablado? En cierta ocasión, unos presos trataron de huir, habían golpeado con los picos contra el alambre de espino, contra los guardias, pero estos los mataron a tiros, y para asustar al resto mataron a unos cuantos más. Desde entonces, nadie más se atrevía a tratar de huir, nadie hablaba de ello, nadie pensaba en ello.

Un único pensamiento mantenía a Artyom con vida: cuando al terminar el turno iba a la fosa donde dormían y se colocaba sobre un cuerpo extraño, cerraba los ojos y se imaginaba que su cabeza reposaba sobre el regazo de aquella muchacha, Sasha, y que estaba desnuda y era hermosa. Se acariciaba él mismo los cabellos sin sentir el peso de su propia mano. Se imaginaba que Sasha le enseñaba la ciudad en la superficie. Sin Sasha habría muerto mucho antes.

Dormía las cuatro horas que le permitían hacerlo, se ponía en pie y caminaba, y cargaba y levantaba y transportaba y descargaba. Y caminaba y se arrastraba y se caía. Y se incorporaba. ¿Cuántos días había pasado allí? ¿Cuántas noches? No lo sabía. En la carretilla transportaba tan solo la mitad de peso que antes, no podía con más. Por fortuna, los degenerados también pesaban la mitad, porque su alimentación era miserable. Si no, no habría podido cargar con ellos ni sepultarlos.

Durante el día, se permitía un goce secreto. Sabía por qué nadie trabajaba en una de las paredes. Porque al otro lado estaba el pasillo con las viviendas sociales. Allí, detrás de aquella pared, tenía que encontrarse, de acuerdo con sus cálculos, la confortable vivienda de Ilya Stepanovich y Narine. Una vez al día, Artyom miraba a su alrededor con prudencia, se acercaba a aquella pared y daba unos golpes. Toc-toc. La guardia no lo oía, Ilya Stepanovich no lo oía, el propio Artyom no lo oía.



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