Maleficium by Patrick Ericson

Maleficium by Patrick Ericson

autor:Patrick Ericson [Ericson, Patrick]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2012-04-22T16:00:00+00:00


XVIII

S

eñor Jesucristo, Tú que eres manso y humilde de corazón, ofreces a los que vienen a ti un yugo llevadero y una carga ligera; dígnate, pues, aceptar los deseos y las acciones del día que hemos terminado… que podamos descansar durante la noche para que así, renovado nuestro cuerpo y nuestro espíritu, perseveremos constantes en tu servicio. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

Una vez que terminó de rezar el «Oremos», fray Felipe les dirigió una preocupante mirada a los pocos hermanos en Cristo que compartían con él las oraciones vespertinas de Completas. Como los cuatro sacerdotes que lo acompañaban, y que junto a él permanecían sentados en las cátedras de la sala capitular de la humilde iglesia de Zugarramurdi, parecían amodorrados a causa de la labor diaria y por la avanzada edad que arrastraban sus doloridos cuerpos, no tuvo más remedio que carraspear para que le prestaran un poco más de atención y respondiesen así a la tradicional plegaria.

Los clérigos reaccionaron con presteza, abriendo los ojos al tiempo que se agitaban en sus asientos.

—Amén —añadieron al unísono, a fuerza de costumbre.

Fray Felipe continuó con la rogativa de bendición.

—El Señor Todopoderoso nos conceda una noche tranquila y una santa muerte.

—Amén —dijeron todos de nuevo, tratando de mantenerse despiertos.

Acercándose a ellos, el oficiante los fue besando en las mejillas uno a uno. Hasta él llegó el decrépito aroma que desprendía la piel estriada de sus ancianos rostros, un olor a rancio y a beatitud que solo podía percibirse en un lugar de santidad como podían ser los monasterios y conventos. Por un instante se sintió abatido, pues vio su vida, su propio futuro, reflejado en las pupilas de aquellos monjes. Pronto, demasiado quizá, algunos de ellos dejarían para siempre la vida terrenal para ir a presentarle cuentas al Altísimo; e igualmente pronto, también él se vería acosado por las dolencias que conlleva la senectud.

Pensó que se estaban haciendo viejos y que, antes o después, habrían de necesitar la ayuda de nuevos monjes que viniesen a suplirles en sus tareas monásticas. Sin embargo, la diócesis de Pamplona, tan lejana y apartada de sus obligaciones tanto personales como espirituales, no habría de aprobar el envío de jóvenes novicios y ordenados hasta que transcurriesen varios años. Y llegado ese momento, el obispo de Navarra impondría sangre nueva, de pensamientos más actuales y acordes con la política del rey Felipe el Tercero; religiosos que vendrían a exterminar para siempre las antiguas costumbres de un pueblo que, debido a su cultura y arraigo, ponía en un aprieto al arciprestazgo mayor.

Fray Jerónimo de Izazu, el herbolario que ya rozaba la centuria, le sonrió con inefable exultación. Se puso en pie con dificultad, apoyándose en el bastón que sujetaba su mano sarmentosa de prominentes venas azules; la otra se aferró a las amplias mangas de la túnica norbertina de fray Felipe, más que por nada para equilibrar su cuerpo menudo y corcovado. El resto, que no eran otros que fray Higinio de Orisoain,



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