Los malos hombres by Daniel Palencia

Los malos hombres by Daniel Palencia

autor:Daniel Palencia [Palencia, Daniel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2020-05-31T16:00:00+00:00


31 NUESTRO AMIGO COMÚN

El trompetero del puente de Santa Catalina destripaba una canción indescifrable para el oído humano. Aquel sonido como de derrapes y berreos de nonato despertó a Martín, que se encontraba en uno de los extremos de la pasarela, junto al edificio de La Equitativa. Por la altura del sol, debían de ser las seis o las siete de la tarde. Seguía desnudo, salvo por el calzón del día anterior, con una manta hecha un andrajo por encima, y estaba incorporado sobre la valla del río Urumea. Tenía una botella vacía de Veterano en las manos.

Todo un clásico.

Martín rio para sus adentros. Si su padre lo hubiera visto de aquella guisa, habría visto confirmadas todas las sospechas que quince años atrás tenía sobre el futuro de su hijo.

Con un dolor de cabeza como de cien tamborradas, se cubrió el cuerpo y casi toda la cara con la manta. Se dirigió al hotel, al otro lado del puente. La gente lo miraba con una mezcla de grima y compasión. Estaba vivo, que no era poco. Era mucho más de lo que podía esperar tal y como había empezado el día. Pero estar vivo no lo era todo. Desde aquel momento, se enfrentaba a un enemigo cuyo poder desconocía. Martín era consciente de su falta de control, de los flecos sueltos. Veía mucho gallo para tan poco corral. Caminaba en una mañana de densa neblina, avanzando, sí, pero a tientas, con la vista cegada a dos enemigos de distancia.

Tienes veinticuatro horas para salir de la ciudad.

No iba a negar que aquella amenaza-ultimátum de Antón Acha lo había alcanzado como una patada en las costillas. Abandonar San Sebastián no era una opción. No hasta terminar el trabajo. No hasta tener todos y cada uno de los nombres. Sin embargo, la demostración de fuerza que habían realizado los nacionalistas era sin duda algo que tener en cuenta en adelante. Debía tomar todas las precauciones posibles para no acabar con una roca atada al pie en el fondo del Cantábrico.

Atravesó el vestíbulo del hotel lo más rápido que pudo. Guiñó un ojo a Blas, que se quedó petrificado mientras Martín estiraba el brazo por detrás de la barra y agarraba un cubilete de hielos. Se lo llevó escaleras arriba, hasta la habitación 501. Aplicó hielo con generosidad, sobre todo en el lado izquierdo de la cara. Los guantes de lana habían evitado que la zona se inflamase. Por suerte, la barba camuflaba el ligero enrojecimiento de la piel. Se duchó con tiempo —las duchas, al contrario que el buen sexo, cuanto más largas, mejor— y se arregló. Metió la ropa del día anterior en la bolsa de la lavandería. Se aplicó gel para el cabello. Se recortó la barba para dejarla perfectamente desarreglada y se dio unas suaves bofetadas en las doloridas mejillas para espabilar el rostro adormecido. Tragó una aspirina sin agua y esnifó una punta de cocaína. Se dio un momento frente al espejo. Ordenó sus pensamientos. Practicó un saludo, una sonrisa, un chiste, una excusa.



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