Los hilos rojos de la fortuna by Neon Yang

Los hilos rojos de la fortuna by Neon Yang

autor:Neon Yang [Yang, Neon]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Fantástico
editor: ePubLibre
publicado: 2016-12-31T16:00:00+00:00


—¿Mokoya?

Parpadeó. Aferraba con fuerza la perla, aunque no recordaba haberla agarrado. La visión de Chengbee en aquel verano agonizante desapareció de su alrededor. Sentía que le habían arrebatado un pedazo de tiempo tras dejar un vacío en su cuerpo.

Rider parecía asustade, pero no sabía si de ella o por ella.

—Lo siento, Mokoya. Si lo hubiera sabido, no la habría tocado.

Los dedos se le contrajeron al depositar la perla de pensamientos. Tuvo que forzar las palabras para que salieran del coágulo de tensión que taponaba su pecho.

—¿Por qué Tan Khimyan te llama Golondrina?

Rider abrió los ojos de par en par.

—¿La has conocido?

Dejó que la gelidez de su actitud respondiera por ella. Rider examinó con atención el desorden del suelo.

—Ese fue el nombre que me dio. No le gustaba el que tenía. —Se movió inquiete como si quisiera poner orden al caos, pero no se atreviera—. ¿Qué más te ha dicho sobre mí?

—Dijo que tú habías llamado al naga. Dijo que le robaste sus notas. Dijo que destruirás Bataanar para vengarte de ella.

Rider se quedó de piedra antes de apartarse para que Mokoya no pudiera ver su reacción.

—Con que esa es la historia que ha urdido —susurró—. Ah, Khimyan.

Una ternura filamentosa que Mokoya no pudo analizar tiñó sus palabras. Rider se dio la vuelta.

—Qué decepción. No esperaba esto de ella.

—¿Lo niegas? Está mintiendo, ¿eso es lo que dices?

—¿Qué parte de esa historia te parece auténtica?

Mokoya se cruzó de brazos.

—La persona que le robó las notas entró en sus aposentos sin alertar a la guardia. Me parece que tú serías capaz de hacer algo así.

—¿Que yo sería capaz? —Al repetir Rider sus palabras, Mokoya se dio cuenta de lo duras que sonaban, pero ya era demasiado tarde: habían abandonado su boca como una nube de gas ponzoñoso.

La culpa debía haber alcanzado su rostro, porque Rider dijo:

—No te culpo a ti, Mokoya. Al fin y al cabo, apenas me conoces. —Dudó antes de acercarse a ella—. ¿Qué puedo hacer para mitigar tus sospechas? ¿Quieres examinar mis pertenencias? Así verías que no poseo lo que me acusas de haber robado.

Mokoya respiró hondo. Una persona lógica diría: «Sí, adelante. Salgamos de dudas». Pero el dolor que había vislumbrado en el semblante de Rider le había dejado una frialdad persistente. Sintió que, al acceder a aquello, crearía un muro de desconfianza permanente entre les dos que aplastaría con su peso cualquier esperanza de una relación normal.

Así que se resistió. Hundió los talones para evitar el impulso de la lógica.

—No hace falta —dijo, en contra de lo que le dictaba el instinto—. Confío en ti.

Un centenar de estorninos echó a volar en su pecho al pronunciar esas palabras. Su declaración no cambió el estado de ánimo de Rider. De hecho, el ceño en su rostro se agravó.

—¿Confías en mí? ¿Por qué?

—Confío más en ti que en Tan Khimyan —respondió. Y esa parte era tan cierta como que el sol recorría el cielo—. Además —añadió, justo cuando se le ocurrió una idea—, su teoría no se sostiene. Me dijiste que necesitas un punto de anclaje para viajar largas distancias.



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