Los estragos de Sharpe by Bernard Cornwell

Los estragos de Sharpe by Bernard Cornwell

autor:Bernard Cornwell [Cornwell, Bernard]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras, Bélico, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2003-01-01T03:00:00+00:00


El brigadier Vuillard, refugiado en la quinta, se sirvió una copa del mejor oporto blanco de los Savage. La casaca de su uniforme azul estaba abierta y se había desabrochado un botón de los calzones para hacer sitio a la excelente paletilla de cordero que había compartido con Christopher, una docena de oficiales y tres mujeres. Las mujeres eran francesas, aunque desde luego no estaban casadas, y una de ellas, cuya melena dorada brillaba a la luz de las velas, se había sentado junto al teniente Pelletieu, quien, desde detrás de sus gafas, parecía incapaz de apartar los ojos de aquel escote profundo y suave, con surcos allí donde el sudor había formado riachuelillos en el maquillaje blanco de su piel.

El brigadier, divertido por el efecto que causaba la mujer en el oficial de artillería, se inclinó hacia delante para aceptar una vela que le ofrecía el mayor Dulong y que usó para encender un cigarro. La noche era templada, las ventanas estaban abiertas y una gran polilla blanca revoloteaba alrededor del candelabro del centro de la mesa.

—¿Es cierto eso —preguntó Vuillard a Christopher entre las caladas necesarias para encender bien el cigarro— de que en Inglaterra se espera que las mujeres abandonen la mesa de la cena antes de que los cigarros estén encendidos?

—Las mujeres respetables, sí. —Christopher se sacó el palillo de la boca para responder.

—Incluso las mujeres respetables, pensaría yo, resultan una compañía atractiva para fumar un buen cigarro y tomar una copa de oporto. —Vuillard, contento de que el cigarro tirase bien, se echó hacia atrás y echó un vistazo a la mesa—. Tengo la impresión —dijo en un arranque de genialidad— de que sé exactamente quién va a responder a la siguiente pregunta. ¿A qué hora amanece mañana?

Hubo un silencio mientras todos los oficiales se miraban entre sí. Pelletieu se sonrojó.

—El alba, señor —dijo—, será a las cuatro y veinte, pero habrá luz suficiente para poder ver a las cuatro menos diez.

—Qué inteligente —le susurró la rubia, que se llamaba Annette.

—¿Y en qué fase está la luna? —preguntó Vuillard.

Pelletieu se sonrojó aún más.

—No se puede hablar de luna, señor. La última luna llena fue el treinta de abril y la próxima será… —Su voz languideció al advertir que a sus compañeros de mesa les hacía gracia su erudición.

—Adelante, teniente —dijo Vuillard.

—El veintinueve de este mes, señor, así que ahora la luna está en cuarto creciente, señor, y muy fina. No ilumina nada. Ahora no.

—Me gustan las noches oscuras —le susurró Annette.

—Es usted una verdadera enciclopedia andante, teniente —dijo Vuillard—, así que cuénteme qué daños causaron hoy sus proyectiles.

—Muy pocos, señor, me temo. —Pelletieu, casi abrumado por el perfume de Annette, parecía estar al borde del desvanecimiento—. Esa cima está extraordinariamente bien protegida por peñascos, señor. Si han mantenido las cabezas bajas, señor, habrán sobrevivido casi sin daño, aunque estoy seguro de que matamos a uno o dos.

—¿Sólo uno o dos?

Pelletieu parecía avergonzado.

—Necesitábamos un mortero.

Vuillard sonrió.

—Cuando un hombre carece del instrumento que necesita, teniente, utiliza lo que tiene a mano.



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