Los chicos del ferrocarril (Las Tres Edades) by Edith Nesbith

Los chicos del ferrocarril (Las Tres Edades) by Edith Nesbith

autor:Edith Nesbith [Nesbith, Edith]
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9788416280964
editor: Siruela
publicado: 2015-02-27T06:00:00+00:00


Mi queridísimo Señor Mayor:

Me gustaría muchísimo preguntarle una cosa. Si pudiera usted apearse del tren y montarse en el siguiente, sería suficiente. No quiero que me dé nada. Mamá dice que no debemos pedir. Y además, no queremos ninguna cosa. Solo hablar con usted sobre un prisionero y cautivo. Su querida amiguita.

Bobbie.

Le pidió al jefe de la estación que le entregara la carta al Señor Mayor, y al día siguiente les pidió a Peter y a Phyllis que bajaran a la estación con ella cuando pasara el tren que traía al Señor Mayor de la ciudad.

Les explicó la idea, y ambos la aprobaron enteramente.

Se habían lavado las manos y la cara, y cepillado el pelo, y estaban todo lo aseados que sabían estar. Pero Phyllis, que siempre tenía mala suerte, había derramado una jarra de limonada por la parte delantera de su vestido. No había tiempo para cambiarse, y como resultó que el viento soplaba desde el patio del carbón, el vestido enseguida quedó espolvoreado de gris, pues el polvillo se pegó a las manchas pegajosas de limonada haciendo que pareciera, como dijo Peter, «una niña de los barrios bajos».

Decidieron que permanecería detrás de los demás siempre que pudiera.

–A lo mejor el viejo caballero no se da cuenta –dijo Bobbie–. A veces a la gente mayor le fallan los ojos.

Sin embargo no parecía que le fallaran los ojos ni ninguna otra parte del cuerpo al Señor Mayor, que se apeó del tren y comenzó a mirar a un lado y a otro del andén.

Los niños, ahora que llegaba el momento, sintieron esa ráfaga de profunda timidez que hace que las orejas se te pongan rojas y calientes, las manos tibias y húmedas y la punta de la nariz rosa y brillante.

–Oh –dijo Phyllis–, me bate el corazón como si fuera una locomotora de vapor, hasta debajo del fajín.

–Tonterías –dijo Peter–, los corazones de la gente no están bajo el fajín.

–No me importa, el mío sí –dijo Phyllis.

–Pues si te pones a hablar como un libro de poesía –dijo Peter–, yo tengo el mío en la boca.

–Yo tengo el mío en las botas, si nos ponemos así –dijo Roberta–. Pero vamos, pensará que somos idiotas.

–No estará muy equivocado –dijo Peter tristemente, y avanzaron para saludar al Señor Mayor.

–Hola –dijo dándoles la mano por turnos–. Es un verdadero placer.

–Fue muy amable de su parte el apearse –dijo Bobbie, sudando, educada.

La tomó del brazo y la condujo a la sala de espera donde ella y los otros habían jugado al juego de los anuncios el día en que encontraron al ruso. Phyllis y Peter los siguieron.

–¿Y bien? –dijo el Señor Mayor, dándole al brazo de Bobbie un empujoncito amable antes de soltarlo–. ¿Y bien?, ¿de qué se trata?

–¡Oh, por favor! –dijo Bobbie.

–¿Sí? –dijo el Señor Mayor.

–Lo que quiero decir... –dijo Bobbie.

–¿Sí? –dijo el viejo caballero.

–No pasa nada, todo va bien... –dijo ella.

–¿Pero? –dijo él.

–Quisiera decir una cosa –dijo ella.

–Dila –dijo él.

–Vale, pues... –se decidió Bobbie, y a continuación contó la historia del ruso



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