Lengua de pájaros by Víctor Sellés

Lengua de pájaros by Víctor Sellés

autor:Víctor Sellés [Sellés, Víctor]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Fantástico
editor: ePubLibre
publicado: 2020-09-15T00:00:00+00:00


* * *

—¿Tienes un hermano gemelo?

—¡No es mi hermano!

Abel se apoyó contra un árbol, se inclinó y escupió en el suelo. El hilillo de baba se quedó colgando unos segundos. Habían cruzado el bosque a toda velocidad, sin preocuparse de seguir los senderos, saltando por encima de los tojos y de las raíces traicioneras, atravesando un área de plantas bajas y leñosas, hasta encontrar un camino que antaño debían de haber tomado las ovejas y que se dirigía hacia la cumbre. Salieron al castro.

Tania estaba segura de que se trataba de un hermano. No gemelo, un mellizo quizá. Se parecían mucho, aunque estaban lejos de ser idénticos. Las diferencias eran sutiles pero evidentes, como si el Abel que ella había conocido fuera un niño que no estuviera terminado del todo. Sus articulaciones no empezaban en los sitios correctos; se desviaban unos milímetros. Las uniones entre sus dedos parecían toscas, sus ojos eran muy grandes y brillaban demasiado. Todo en él producía una sensación de confusión anatómica. De boceto. Cuando los había visto juntos, uno al lado del otro, se había dado cuenta.

—¿Un primo entonces?

—¿Quieres escucharme?

Trató de gritar, pero sus cuerdas vocales atrofiadas no se lo permitieron. Sin embargo, la voz era tan urgente, tan desconsolada y plañidera, que Tania guardó silencio. Abel todavía tenía el crucifijo en la mano y lo asía con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos. De pronto lo dejó caer al suelo y echó a andar. Mientras caminaban, el niño aprovechó para narrar otra de sus fabulaciones. En esta ocasión, su tía había entonado un hechizo y había convocado a un doble que cantaba como un pájaro y que venía del otro lado del agujero del castro. Su madre, que prefería a aquel niño capaz de trinar y de sonreír, lo había encerrado a él en el ático. Y luego, por alguna razón, también aparecía Peter Pan.

Tania suspiró con fuerza para poner de manifiesto el hastío que aquel galimatías le producía. Luego reflexionó. No sobre aquella ridiculez, sino sobre Abel y el papel que todas esas fantasías jugaban en su propia vida. Tania tenía su propio lugar feliz, aquella aldea ridícula en la que se refugiaba cada vez que quería abandonar su cuerpo. Un pueblecito que siempre olía a bollería caliente, a pan recién horneado. «Abel también busca refugio en un lugar distinto. ¿Quién eres tú para arrebatárselo?».

—Vale —dijo Tania, dispuesta a participar en esto también, pero como no sabía qué decir, añadió—: pues qué putada.

—No me crees. Cruza al otro lado del agujero. Por favor.

El viento corría entre las ramas y el zumbido enloquecido de los insectos parecía anunciar una tormenta inminente.

—Vale.

Tania se acercó a la pedra formosa. El agujero era muy pequeño. Una persona adulta no podría caber por allí de ninguna manera. Quizá hasta ella era demasiado grande. Se quitó la cazadora de su padre y la dejó sobre un muro. Después se echó al suelo. Lo único que se veía a través de aquel orificio era el otro lado.



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