Las puertas de Roma by Conn Iggulden

Las puertas de Roma by Conn Iggulden

autor:Conn Iggulden [Iggulden, Conn]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2002-12-31T16:00:00+00:00


XVI

A Marco le intrigaba la expresión inescrutable de Renio mientras avanzaban por la ruta en dirección al mar. Desde el amanecer hasta bien entrada la tarde, habían trotado y caminado por la calzada de piedra sin decir una palabra. El muchacho tenía hambre y la sed lo consumía, pero no estaba dispuesto a reconocerlo. Al mediodía, había decidido que si Renio quería cubrir todo el trayecto hasta el puerto sin detenerse, no sería él quien se rendiría primero.

Por fin, cuando el limpio aire del campo se impregnó de olor a peces muertos y algas, Renio se detuvo y, sorprendido, Marco vio que el viejo estaba pálido.

—Quiero parar aquí a ver a un amigo mío. Vete hasta el muelle y busca habitación. Hay una posada…

—Voy contigo —lo interrumpió Marco secamente.

—Como gustes —replicó Renio apretando la mandíbula. Entonces, dejó la calzada principal y tomó un camino secundario.

Desconcertado, Marco lo siguió por el sendero, que zigzagueaba por un bosque durante millas. No preguntó adónde iban, se limitó a soltar la espada dentro de la vaina por si hubiera bandidos ocultos en la espesura. Aunque pensó que de poco serviría una espada contra un arco.

El sol, ya descendía, y asomaba por los pocos lugares que podía hacerlo entre el espeso dosel vegetal, cuando entraron a caballo en una aldea. No había más de una veintena de casas pequeñas, pero el lugar parecía bien cuidado. Vieron gallinas enjauladas y cabras triscando en los alrededores de la mayoría de las viviendas. Marco no tenía sensación de peligro. Renio desmontó.

—¿Entras conmigo? —le preguntó mientras se acercaba a una puerta.

Marco asintió y ató los dos caballos a un poste. Concluida la tarea, vio que Renio ya había entrado, frunció el ceño y, con la mano en la daga, entró también. El interior estaba un poco oscuro, solo había una vela y un fuego pequeño en el hogar, pero Marco vio a Renio abrazando a un anciano.

—Te presento a mi hermano Primo. Primo, este es el muchacho de quien te hablé, que viaja conmigo a Grecia. —El hombre debía de tener unos ochenta años, pero su pulso era firme.

—Mi hermano me ha hablado en sus cartas de tus progresos y de los del otro joven, Cayo. A él no le gusta nadie, pero creo que vosotros dos le disgustáis menos que la mayoría de la gente.

Marco emitió una especie de gruñido.

—Siéntate, muchacho. Nos aguarda una larga noche. —Se acercó a su pequeño fuego de leña y colocó un badil grande en medio de las llamas.

—¿Qué hace? —preguntó Marco. Renio suspiró.

—Mi hermano era cirujano. Me va a amputar el brazo.

Marco sintió un horror tremendo al comprender lo que iba a presenciar. Se sonrojó de culpabilidad. Esperaba que Renio no hablara de cómo había perdido el brazo y, para disimular la vergüenza, dijo rápidamente:

—Estoy seguro de que ni Lucio ni Cabera habrían sido capaces.

Renio le impuso silencio levantando una mano.

—Muchos podrían hacerlo, pero Primo era… es el mejor.

Primo soltó una carcajada y enseñó una boca con muy pocos dientes.

—Mi hermano menor hacía agujeros a la gente, y yo la cosía otra vez —dijo alegremente—.



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