Las impuras by Miguel de Carrión

Las impuras by Miguel de Carrión

autor:Miguel de Carrión [Carrión, Miguel de]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1919-10-24T16:00:00+00:00


8

El corazón de Rigoletto

Cuando hubo recobrado su calma y su aplomo, se aproximó a la puerta de Teresa, no sin antes cerciorarse de que no le seguían, y arañó en ella como los gatos cuando quieren entrar en las habitaciones. Le abrieron enseguida, como sí aquélla fuese una señal acordada de antemano. Teresa estaba en pie, en medio de un gran desorden de telas y de sayas, acabadas ya, que invadían las sillas, la pequeña mesa de labor y la máquina de coser. Más delgada, más pálida, más erguida y con las ojeras agrandadas por el insomnio y la fatiga, al disminuir un poco la gordura que acusaba el principio de su madurez, su belleza ganaba y se hacía más suave y más interesante. Hizo a Rigoletto un saludo amistoso y lo invitó a sentarse, desocupando con presteza una silla.

¡Qué hay, Emilio! ¿Ha sabido usted de Rogelio hoy? Hace dos días que no viene.

Rigoletto iba a decir: «Sí; anoche ganó ciento cincuenta pesos, y es un sinvergüenza»; pero se contuvo piadosamente, y respondió con sencillez:

—No; no he sabido.

Su actitud engañó a la pobre mujer, que nada sospechó de lo que le ocultaba, e hizo un gesto como para poner su destino en manos de Dios. Enseguida, sustrayéndose al dolor de aquellas ideas, mostró al recién venido el desorden de «su taller», con un ademán orgulloso, y exclamó:

—¡Qué le parece! ¡Se trabaja!, ¿eh? Van aligerándose mis dedos, y dentro de poco haré una docena al día.

Rigoletto miró conmovido el montón de telas y de sayas, y luego a la costurera. Había caído del rostro del desdichado la máscara sardónica con que se presentaba en público, y sólo quedaba en la expresión de cansancio del vencido, iluminada a medias por el resplandor de un dulce sentimiento. Desde que conocía a Teresa, aquel cuarto era su refugio predilecto y el lugar donde pasaba las mejores horas de su existencia. Le había ido confiando a su única amiga los pequeños secretos de su vida, obteniendo de ella análogas confidencias. Su mordacidad habitual se convertía, al encontrarse a su lado, en una discreta charla, a veces festiva y hasta ligeramente irónica, en que el principal objeto de sus burlas era él mismo. Por él supo Teresa que vivía ¡con su abuela, anciana señora de cerca de noventa años, siempre achacosa, con quien gastaba cuanto dinero podía conseguir. Se llamaba Emilio, sin otro apellido, pues su padre lo había tenido con una corista del teatro Cervantes, a quien se lo quitó más tarde para llevárselo al hogar materno y confiarlo a los cuidados de la buena anciana, que había sido su único sostén en la infancia. A los tres años el mal de Pott desatendido lo dejó contrahecho para el resto de su vida. Su padre emigró al Brasil, de donde mandó dinero al principio, y murió algún tiempo después en la pampa argentina. Él, Rigoletto, había aprendido a ser desvergonzado e insolente en la dura escuela de la vida.

—Vea usted —le decía a Teresa—: Si



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