Las horas crueles by Marto Pariente

Las horas crueles by Marto Pariente

autor:Marto Pariente [Pariente, Marto]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2023-04-26T00:00:00+00:00


23

De fondo, violín flamenco.

Párvula luz sobre la madera lacada. Cálidos rodales se deslizaban sobre la barra en forma de ele. Casi con timidez. Solo iluminaban las bebidas servidas y las manos de sus clientes. Sus rostros quedaban en la penumbra. Los taburetes, con el cuero zurcido, atornillados al suelo. Más allá de la barra, un camarero taciturno acostumbrado a no servir cafés a primera hora de la mañana. A ninguna hora. Sobre su cabeza, el lema del local, un cartel que rezaba: ESTO ES UN BAR DE COPAS SERIO.

No se dejaba caer por allí desde hacía años. El mismo tiempo que llevaba sin beber algo más fuerte que una cerveza. Había vuelto esa misma tarde después del entierro de Abraham Constanza y lo hizo con desgana, como el reo que se dirige al patíbulo, arrastrando sus pies hacía el garito bajo los últimos ramalazos de un sol moribundo.

Frank apuró su copa. Solo quedó el hielo tintineando contra el cristal. Salió del Bublé poco después del anochecer y se dirigió a casa con el periódico bajo el brazo. El felpudo volvía a estar del revés. «Sonríe y sé feliz». Le dio la vuelta con la punta de la bota antes de dejar la puerta cerrada con la llave trabada dentro. No se molestó en dar las luces. Tiró la cazadora en el sofá y fue en busca de la botella de bourbon que tenía bajo el fregadero.

La había comprado aquella misma mañana. Sin vaso, a gollete. Tragos de a poco. Apenas sentía el frío de la noche. Se quedó sentado en su silla de lona en la terraza con el viejo chal de su esposa sobre los hombros. No esperaba la llegada de ningún tren en concreto. Tan solo se sumergió en sus cavilaciones con los ojos perdidos en las vías del tren.

Todavía llevaba encima el periódico. Al día siguiente se lo llevaría a Méndez. La muerte de Abraham Constanza ocupaba una breve necrológica en las últimas hojas. Bla, bla, bla. Luego: «Tus familiares, amigos y socios no te olvidan». Como si en vida hubiese estado rodeado de personas queridas.

No fue así. Ni si quiera en su viaje final. A su entierro solo acudieron una docena de personas. Amalia, Eliana, Santos (que había cogido un vuelo desde Barcelona), Méndez, un par de tipos trajeados que debían de ser socios de alguna de las empresas de Constanza, algunos empleados del Sombrero y el propio Frank. Nadie más.

Metieron su féretro en el panteón familiar, donde aguardaban los restos de su mujer y su hija. Y eso fue todo. Nadie hizo preguntas. Al menos, no en voz alta. Todos daban por buena la versión de la policía. La casa estaba cerrada por dentro. Ningún signo evidente de violencia. Solo el cuerpo enjuto y marchito del viejo desangrado en la bañera.

Eliana, claro está, tuvo que dar muchas explicaciones. Pasó gran parte de aquel día sentada a una mesa de la comisaría. Al fin y al cabo, era ella quien había llamado a la Policía y se encontraba en casa de Constanza cuando llegó.



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