Las cenizas de la inocencia by Fernando Benzo Sainz

Las cenizas de la inocencia by Fernando Benzo Sainz

autor:Fernando Benzo Sainz [Sainz, Fernando Benzo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Fiction, Mystery & Detective, Women Sleuths, General
ISBN: 9788401022913
Google: Pzt7DwAAQBAJ
editor: Penguin Random House Grupo Editorial España
publicado: 2018-12-11T16:00:00+00:00


A Sampedro no le gustaba verse con Gante en su oficina de la calle Gaztambide. Jamás le había citado allí, quizá por un mero reparo a que alguien que, al fin y al cabo, era un policía y por tanto un enemigo natural, por más que un fajo de billetes le convirtiese en aliado ocasional, conociese su mundo más privado. Y por supuesto, Gante jamás habría aceptado dejarse ver con él en el Café Roma o en el Dixie, así que cuando necesitaban verse tenían por costumbre hacerlo en la Casa de Fieras del Parque del Retiro, como si fuesen dos visitantes del zoológico que coincidieran por casualidad y mantuviesen una inocua charla de cortesía.

Sus encuentros eran escasos y breves. Para Sampedro, cuya vida diaria se regía por rutinas sagradas, tener que salirse de éstas para acudir a aquel lugar era un incordio que le ponía de un pésimo humor. Sólo lo hacía si el motivo era lo suficientemente importante. Además, Gante le desagradaba. Por supuesto, como les pasaba a tantos otros, se resignaba a soltarle el dinero necesario a cambio de que éste mantuviera a sus colegas policiales alejados de sus asuntos y de paso le diera algún soplo de interés de cuando en cuando. Pero para Sampedro, cuya máxima exigencia a todo el que trabajaba para él era una inquebrantable lealtad, un hombre que se servía de la traición a sus superiores para llenar de dinero sus bolsillos y de sensación de poder su vanidad, era alguien que le resultaba repugnante. Además, el desprecio que sentía Sampedro por Gante era recíproco y ninguno de los dos se molestaba demasiado en disimularlo, lo que no ayudaba a hacer aquellas citas más llevaderas. Para el comisario, Sampedro era un gañán tan irritante como el finolis de Lanza. Si no fuera por los beneficios que le reportaban, con gusto habría enviado a cualquiera de los dos a la más oscura de las celdas. Ambos, solía pensar Gante, eran tan idiotas de creerse que eran ellos los que desplegaban su poder por las calles de Madrid, cuando en realidad era él quien movía los hilos a su antojo. Le llamaban y acudía al instante y se mostraba ante ellos sumiso, obediente y agradecido, y ninguno de los dos tenía el cerebro suficiente para darse cuenta de que, bajo todo ese teatro, era él y no ellos el que imponía las reglas y decidía las partidas y los ganadores de aquel juego del que formaban todos parte. Así era, al menos, como el comisario veía las cosas.

Aquel día, como siempre que Sampedro le citaba, Gante acudió al Retiro a la hora exacta que el Ruso le susurró en el Dixie. Y, también como siempre, le esperó frente a la jaula en la que dormitaban dos chimpancés con el cuerpo salpicado de calvas y moscas, adormilados bajo el sol de la incipiente primavera, resignados a acabar sus días en un sucio cuchitril del que surgía un intenso olor a heces al que jamás se acostumbraba el olfato humano por mucho tiempo que se permaneciese ante él.



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