La viajera nocturna by Armando Lucas Correa

La viajera nocturna by Armando Lucas Correa

autor:Armando Lucas Correa [Correa, Armando Lucas]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 2022-01-01T00:00:00+00:00


* * *

Oscar había llegado a La Habana el 2 de enero, junto a sus padres. A su padre lo habían nombrado diplomático en Estados Unidos, y se estaba preparando para viajar a Nueva York con Fidel, le dijo cuando la llamó por teléfono, a pocos días del nacimiento de Nadine. No mostró ningún interés en hablar con Martín.

—Confiaba en que ustedes se habrían ido con Batista a Santo Domingo —le dijo.

—No pudimos irnos, yo estaba de parto —balbuceó Lilith.

—¿Y el bebé?

—Aquí, conmigo. Se llama Nadine.

La conversación era lenta, como entre dos desconocidos. La distancia era real.

No supo nada más de Oscar hasta ese día de la segunda llamada.

—Ayer detuvieron a Martín, y su padre está muerto —dijo Lilith y guardó silencio. Oscar podía escuchar el llanto de la bebé—. Lo mataron.

Ahora, juntos en el cementerio, se detuvieron frente a la bóveda de los Bernal. Lilith, devastada, con Nadine en brazos, se recostó en el hombro de Oscar. El sol se reflejaba en el mármol y la cegaba. Sobre la lápida, Lilith colocó unas rosas amarillas marchitas, las únicas que pudieron comprar en la entrada. Con la llegada de los rebeldes a La Habana, hasta los vendedores ambulantes habían desaparecido. Y con ellos, las flores.

Los fusilamientos eran la orden del día. Se calculaban cientos de muertes en La Cabaña. El nuevo gobierno, instaurado a la fuerza con el apoyo popular, decidió televisar juicios sumarios, y hasta ejecuciones.

Al padre de Martín Bernal lo fusilaron tras un juicio sumario. Lo habían detenido la noche de fin de año, en la Ciudad Militar. Pudo haberse ido en el avión en que partió Batista, confiado en que su hijo y el nieto que estaba por nacer huirían en otro avión. Pero, al pie de la escalerilla, el señor Bernal se arrepintió. Una vez que los aviones hubieron despegado, se preguntó quién lo llevaría de vuelta a su casa. Era el primero de enero de un año sin número para él.

—¿Dónde está tu hijo? —le preguntó un coronel que había estado en la cárcel de Isla de Pinos, cumpliendo una condena por colaborar con los soldados rebeldes.

El señor Bernal no contestó. El hombre pensaba que Martín, el piloto de confianza del Hombre, conducía uno de los aviones en los que el presidente y sus más cercanos aliados habían huido.

El anciano escuchó al coronel hacer llamadas, hablar con sus superiores. Supuso que habían abierto las cárceles y que los presos habían abandonado sus celdas, inundando las calles de convictos. El campamento de Columbia, en la Ciudad Militar, estaba ahora bajo control de los rebeldes verdeolivos y de algunos que aún vestían, sin honor, el uniforme del poder que terminaba.

—Así que tu hijo te abandonó —le dijo uno de los nuevos militares.

Levantaron al señor Bernal de la silla de ruedas, y lo lanzaron en la parte trasera de un jeep del ejército. No se quejó. Oprimió con fuerzas el crucifijo de oro que colgaba de su cuello, y rezó en voz baja.

—¿A quién le estás rezando? ¿Al Dios de los ricos? —ladró un rebelde con olor rancio a monte.



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