La sirena by Jose Gil Romero & Goretti Irisarri

La sirena by Jose Gil Romero & Goretti Irisarri

autor:Jose Gil Romero & Goretti Irisarri [Gil Romero, Jose & Irisarri, Goretti]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Terror
editor: ePubLibre
publicado: 2020-04-01T00:00:00+00:00


* * *

Teníamos costumbre de cenar poco y en silencio, pero, aquella noche, después de que mi padre agradeciera al Cielo el alimento, los comentarios de la cena estuvieron centrados en la sirena; la familia se hallaba presa de la excitación. Solo se mantuvo callada mi hermana pequeña, la timorata; solo ella no había cambiado el inicial temor por la curiosidad. Los demás, en cambio, nos habíamos volcado en una suerte de afán naturalista, como el de esos hombres de aire distraído que pasean capturando insectos o dibujando plantas en un cuaderno.

Hice una observación: los brazos de la sirena estaban cubiertos de cerdas gruesas, similares a plumas pequeñas, pero muy devastadas. Mi padre aventuró que quizá los hubiera tenido cubiertos de plumón en algún momento de su naturaleza.

Con los años, yo mismo confirmaría esta impresión de mi padre, pues llegué a oír muchas leyendas en que las sirenas ¡eran mujeres-pájaro!, y no mujeres-pez.

Mi padre habló a su familia de la mujer-salmón en los ríos y de las nereidas de pies de pato, y también de un hada que gustaba de esconderse bajo la piel de una foca. Recordó una historia que le contara su abuela, acerca de una muchacha a la que maldijeron para que se convirtiese en pez y que solo salía en la noche del solsticio para amamantar a su bebé. También nos dijo que, cuando él era niño, un sacerdote le aseguraba que el viejo Noé llegó a meter sirenas en su arca, junto a los restantes animales.

Me consta ahora que todo aquello eran patrañas, pero, por contraste, allí estaba aquel ser; allí mismo, ante nosotros, pura realidad, empapando el salón con su fuerte olor a algas y pescado, con sus uñas negras y su cola desgastada.

—Mañana —aventuró mi padre, ensimismado— buscaré en el pueblo un gran barreño, para trasladarla.

Quedamos en silencio, nos encogió el corazón la posibilidad de entregarla tan rápido a otras gentes.

Aprovechando que el ánimo había decaído, mi padre nos mandó acostar. La hora de costumbre había sido sobrepasada hace rato y los Hancourt nos levantábamos con el sol.

—Falta saber si duerme —dijo mi madre mirando a la sirena.

—Los peces no duermen —musitó mi hermana—. Solo se quedan quietos con los ojos abiertos.

Obedecimos, como obedecíamos siempre. Nadie dijo mucho más y los dos hermanos nos retiramos al dormitorio. También mis padres se retiraron al suyo.

Me negaba a dormir.

Se acercó la medianoche. Había dejado la puerta entornada a fin de agudizar los oídos en el silencio, y que no se me escapase ningún sonido de la mujer-pez que descansaba allí abajo, tan cerca. De la oscuridad y la quietud me fueron llegando, sin embargo, imágenes sinuosas que se confundían con la entrada del primer sueño. Eran imágenes de mujeres resbaladizas, empapadas de sal y algas, y embelesado por estos pensamientos llegué a dormirme un rato.

Me sobresaltaron unos sonidos abajo, en el salón. Tan silencioso como pude, me dirigí a la escalera. Descalzo, bajé los escalones con cuidado, uno a uno, para que no se quejara la madera; y acabé por asomar a la puerta del salón.



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