La profecia del águila by Simon Scarrow

La profecia del águila by Simon Scarrow

autor:Simon Scarrow
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9788435061384
publicado: 2006-02-01T00:00:00+00:00


CAPÍTULO XXIV

Cato seguía de buen humor cuando, tras caer la noche, salió de la base naval por una pequeña entrada lateral. Hacía frío y el suave viento que soplaba por las calles traía consigo una fina llovizna. El joven centurión se cubrió la cabeza con la capucha de la capa y encorvó los hombros bajo los pliegues de lana. De la multitud que escasas horas antes protestaba al otro lado de la puerta principal, apenas quedaban un centenar de habitantes de la ciudad, borrachos y enojados, pero no tenía sentido arriesgar la vida intentando pasar entre ellos de camino a los barrios pobres de Rávena. Cato se había despojado de su uniforme y vestido con una túnica sencilla, una capa marinera y unas sandalias baratas; el típico atuendo que llevaban los marineros que abarrotaban las calles del puerto. Bordeó el malecón y se dirigió hacia el tortuoso laberinto de calles y pasajes estrechos de la zona más decadente del área portuaria.

La calle en la que se encontraba el Delfín Danzante estaba mucho más tranquila que la última vez que Cato había estado allí. Los marineros y los soldados de la armada habían constituido la principal fuente de clientes para la miríada de bares y burdeles de la zona. Ahora, las prostitutas desocupadas se hallaban sentadas en sus huecos acortinados con expresiones hoscas que se iluminaban y se transformaban en forzados semblantes seductores cuando veían acercarse a Cato, quien bajaba por un lado de la calle. El joven evitó cruzar la mirada con ellas, o responder a sus explícitos ruegos sexuales, y pasó de largo a grandes zancadas, con la cabeza gacha.

En el Delfín Danzante sólo había un puñado de clientes cuando Cato entró. Se dejó la capucha puesta un momento mientras echaba un vistazo por allí. El único rostro que reconoció fue el del camarero, apoyado en el mostrador mientras esperaba servir a algún cliente. Miró a Cato esperanzado y el centurión se abrió camino por entre la caprichosa disposición de mesas y bancos hacia el mostrador. El camarero le dirigió una débil y poco convincente sonrisa de bienvenida.

—Buenas noches. ¿Qué te pongo?

—Vino mulso.

—Bien. —El camarero hundió un cucharón en una jarra humeante y llenó una copa de bronce que deslizó por encima de la barra hacia Cato—. Son tres ases.

Cato sacó las pequeñas monedas de su bolsa y las tiró encima del mostrador. A pesar del precio, la bebida sólo tenía buen paladar y, al sorber el primer trago cálido, Cato notó el poso en la boca.

El camarero volvió a meter el cucharón en la jarra.

—¿Alguna otra cosa?

—Sí. —Cato tomó otro sorbo—. Porcia. Necesito hablar con ella. Dile que estoy aquí.

—¿Y tú eres…?

—El centurión Cato. Ella ya me conoce.

El camarero retrocedió del mostrador y examinó a Cato. Sin duda decidió que el cliente era de poca importancia y meneó la cabeza.

—No puedes verla. No está.

—Muy bien, majete. ¿Y dónde está entonces? A Cato le resultó bastante elocuente la expresión de ligera preocupación que cruzó por el rostro del camarero cuando trató de inventarse una excusa.



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