La mujer y el pelele by Pierre Louÿs

La mujer y el pelele by Pierre Louÿs

autor:Pierre Louÿs [Louÿs, Pierre]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1897-12-31T16:00:00+00:00


II

DONDE EL LECTOR CONOCE LOS DIMINUTIVOS DE «CONCEPCIÓN», NOMBRE ESPAÑOL

MIENTRAS tanto, el carruaje había dado la vuelta a la esquina, y ya sólo se oían débilmente los pasos de los caballos por el empedrado en dirección a la Giralda.

André se lanzó en su persecución, ansioso por no dejar escapar esta segunda oportunidad, quizá la última; llegó en el preciso momento en que los caballos entraban al paso en la sombra de una casa rosa de la plaza del Triunfo[1].

La enorme verja negra se abrió y se cerró detrás de una ágil silueta femenina.

Sin ninguna duda, habría sido más inteligente preparar el camino, recabar alguna información, preguntar su nombre, investigar sobre su familia, su situación y el tipo de vida que llevaba antes de lanzarse así, de cabeza, a una intriga desconocida, en la que no era dueño de la situación, ya que no sabía nada. Sin embargo, André no pudo decidirse a abandonar el lugar sin hacer un primer intento, y en cuanto hubo comprobado con gesto rápido la corrección de su peinado y del nudo de su corbata, llamó a la puerta.

Un joven mayordomo apareció detrás de la verja, pero no abrió.

—¿Qué desea Vuestra Merced?

—Haga llegar mi tarjeta a la Señora.

—¿A qué señora? —continuó el criado, con una voz tranquila, respetuosa, a pesar de la sospecha.

—A la que vive en esta casa, creo.

—Pero, ¿su nombre?

André, impaciente, no contestó. El criado siguió:

—Le ruego al Señor que me haga el favor de decirme a qué señora debo anunciarle.

—Le repito que su Señora me espera.

El mayordomo, inclinándose, levantó levemente las manos, en señal de imposibilidad; luego se retiró sin abrir, y sin ni siquiera haber cogido la tarjeta.

Entonces, André, descortés a causa de la cólera, volvió a llamar una segunda, y una tercera vez, como si fuera la puerta de servicio. «Una mujer tan dispuesta a responder a una declaración de este tipo, se dijo, no debe extrañarse de la insistencia que se tenga en entrar en su casa; estaba sola en las Delicias, debe de vivir sola aquí, y sólo ella debe de oír el ruido que hago.» No pensó que el carnaval español autoriza libertades pasajeras que sería impensable prolongar en la vida normal con las mismas probabilidades de acogida.

La puerta permaneció cerrada, y la casa, llena de silencio[2], como si estuviera desierta.

¿Qué podía hacer? Paseó durante un rato por la plaza, delante de las ventanas y de los miradores, por donde esperaba ver aparecer el anhelado rostro, y tal vez, incluso una señal… Pero nada ocurrió; se resignó a marcharse.

De todas formas, antes de abandonar una puerta que se cerraba ante tanto misterio, divisó no muy lejos de allí a un cerillero sentado a la sombra, y le preguntó:

—¿Quién vive en esta casa?

—No lo sé —respondió el hombre.

André le puso diez reales sobre la mano y añadió:

—Dímelo, de todos modos.

—No debería decírselo. La Señora siempre me compra a mí las cerillas, y si supiera que hablo de ella, mañana sus mozos se las comprarían a ese Fulano, por ejemplo, que vende las cajas medio vacías.



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