La mujer de todo el mundo by Alejandro Sawa

La mujer de todo el mundo by Alejandro Sawa

autor:Alejandro Sawa [Sawa, Alejandro]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1885-01-01T00:00:00+00:00


IX

Había vuelto de París, martirizada por fatales presentimientos. Sabía lo que significaba la traslación del asunto de su divorcio a Z; sabía que significaba la derrota, la muerte. Cuando le anunciaron, ya separada particularmente de Enrique, los propósitos de su suegra, su plan de ataque, rió con un acceso de risa tan franco que le duraría muy bien un cuarto de hora. Se hacía la ilusión de que su enemigo no había de conseguir lo que solicitaba; pero cuando los periódicos comenzaron a hablar de la creación de un nuevo partido, a cuyo frente estaba el conde del Zarzal; cuando supo que ese partido, formado en su inmensa mayoría de republicanos cuando la república fue una legalidad política en A, era, había hecho declaraciones esencialísimamente monárquicas y aun dinásticas, exagerando la nota de monarquismo hasta el punto de regatear el valor de ese concepto a los más reaccionarios elementos de los partidos conservadores, tocado de esa especie de fiebre de limosneo, de petición, que hace pesados y hasta odiosos a los mendigos de la calle. «Señorito, por Dios; señorito por Dios, un centimito nada más…». Cuando vio que la verdad, y la moral y las leyes, y todo lo poco que hay de sagrado en la vida, estaban amagados de uno de esos arrollamientos, furiosos con que acostumbraba a embestir la loca fortuna de la condesa a cuantos obstáculos le salían al paso; cuando vio todo esto, vio también la derrota suspendida sobre su cabeza, amenazándola con el puño cerrado como un fantasma trágico; vio su ruina, y a cambio de todo eso, dejó de ver a Dios, ese Dios justo y misericordioso, posado en una nubecilla celeste, hermoso como un sueño de ventura, que le habían mostrado en las estúpidas enseñanzas de Le Sacré Coeur, diciéndole: «Cree en ese. Es el eterno dispensador de justicia; sin él la vida estaría envenenada por el error y la infamia, sería imposible, odiosa… Póstrate en oración ante él, ámalo, que él es el amor sumo…».

Luisa Galindo pensaba ahora que quizá se hacía preciso ser un poco canalla para merecer el amor de ese Dios hermoso como un sueño de ventura y posado en una nubecilla celeste, que le habían mostrado en las estúpidas enseñanzas de Le Sacré Coeur, como síntesis hecha realidad del amor sumo, del bien sumo… de la eterna justicia.

Salió de París y volvió a Z, apremiada por una papeleta de citación de uno de sus juzgados. Era una opulenta mañana del mes de Julio, un verdadero día de fiesta de la naturaleza; por todas partes podían percibirse las cópulas fecundas de la vida, las espléndidas iniciativas de la Creación.

En la estación aguardaban su llegada algunos parientes, muchos amigos, infinitos partidarios, que sin conocerla iban allí, apenas arribada, a saludarla con la simpatía que merecen los atormentados del destino a los corazones generosos.

Hubo un momento en que pareció allí, en medio del andén, saludando con la majestad de la desgracia inmerecida, a sus amigos, una reina, una verdadera soberana, rodeada



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