La larga marcha by Stephen King «Richard Bachman»

La larga marcha by Stephen King «Richard Bachman»

autor:Stephen King «Richard Bachman»
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Terror
publicado: 1979-01-01T00:00:00+00:00


9

Muy bien, Noroeste, aquí va su pregunta de diez puntos para el empate.

ALLEN LUDDEN

Trofeo escolar

A la una, Garraty realizó un nuevo inventario.

Llevaban 185 kilómetros recorridos. Se hallaban a 70 kilómetros al norte de Oldtown, a 200 al norte de Augusta, la capital del estado, 240 de Freeport (o más, pues tuvo la terrible certeza de que había más de 40 kilómetros entre Augusta y Freeport); probablemente, debía de haber 370 hasta la frontera con New Hampshire. Y corría el rumor de que, este año, la Marcha llegaría al menos hasta allí.

Durante un largo rato —hora y media o más— no le habían dado el pasaporte a nadie. Todos caminaban, casi sin oír los vítores procedentes de los arcenes, y contemplaban kilómetro a kilómetro los monótonos bosques de pinos y abetos. Garraty sintió nuevas punzadas de dolor en la pantorrilla izquierda, que acompañaban al latir constante y pesado que sentía en ambas piernas y a la sorda agonía que representaban sus pies.

Después, cuando el calor llegó a su grado máximo, los fusiles empezaron a dejarse oír nuevamente. Un chico llamado Tressler, el número 92, sufrió una insolación y fue despachado mientras yacía en el asfalto, inconsciente. Otro chico padeció unas convulsiones y recibió el pasaporte mientras se agitaba en el suelo emitiendo horrendos gemidos con la lengua hinchada. Aaronson, el número 1, sufrió un calambre en ambos pies a la vez, y fue abatido como una estatua, con el rostro hacia el sol en un gesto de concentración, como forzando los músculos del cuello. Y a los pocos minutos, otro Marchador al que Garraty no conocía fue víctima de otra insolación.

Así me encontraré yo, se dijo Garraty, mientras pasaba junto al cuerpo que temblaba y murmuraba sobre el asfalto. Vio cómo apuntaban los fusiles y se concentró en las gotas de sudor que caían del cabello del muchacho, agotado y próximo a morir. Así me encontraré yo, se repitió. ¿No podría ser ahora mismo?

Los fusiles resonaron, y un grupo de chicos de secundaria sentados a la escasa sombra de una tienda de campaña aplaudió brevemente.

—Me gustaría que viniera el Comandante —masculló Baker—. Quiero verle.

—¿Qué? —preguntó mecánicamente Abraham. Durante las últimas horas, parecía más sombrío. Sus ojos aparecían más hundidos en las cuencas. Su rostro estaba cubierto por una ligera sombra de barba azulada.

—Quiero verle para cagarme en él —insistió Baker.

—Tranquilo —le aconsejó Garraty—. Procura relajarte.

Garraty había borrado ya sus tres avisos.

—¡Vete al infierno! —replicó Baker—. ¡Métete en tus asuntos!

—No tienes derecho a odiar al Comandante. Él no te obligó.

—¿Obligarme? ¡Está matándome, eso es lo que está haciendo!

—Todavía no…

—Cállate —le cortó Baker con aspereza.

Garraty obedeció. Se frotó la nuca y alzó la mirada al cielo. Su sombra era una mancha informe casi bajo sus pies. Levantó su tercera cantimplora del día y la apuró.

—Lo lamento —le dijo Baker al cabo de unos minutos—. No quería gritarte. Mis pies…

—Está bien.

—Todos nos estamos volviendo así —añadió Baker—. A veces pienso que eso es lo peor.

Garraty cerró los ojos. Tenía sueño.

—¿Sabes qué me gustaría hacer a mí? —intervino Pearson, que caminaba entre ambos.



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