La isla by Giani Stuparich

La isla by Giani Stuparich

autor:Giani Stuparich [Stuparich, Giani]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1942-01-01T00:00:00+00:00


El sol, al declinar tras el bajo perfil del promontorio que resguardaba el puerto como en un abrazo, había dejado en el cielo una luz pálida, de una inconsolable melancolía. Un crepúsculo singular: de tintas pobres, apenas velado por una dorada calígine; el sol había desaparecido como sin avisar. Había cesado hasta el menor soplo de brisa y en el aire había quedado un estupor cansino.

El hijo encontró al padre sentado en el muelle. Andaba a vueltas con los dos sedales que tenía a los lados y con uno que tenía en la mano. Lo había visto llegar desde lejos y enseguida se le había serenado el rostro.

—Pareces todo un pescador —exclamó el hijo.

—Sí, más chulo que un ocho. El que pagará el pato será el traje. Tendría que ser de esa tela que usan los marineros. Y una gorra con visera. Tú, supongo que te aburrirías estando horas y horas así…

—Me aburriría. Coger los peces, pase, pero esperar…

—Y sin embargo de niño te gustaba. Yo, la afición a la pesca la he tenido desde siempre. Me tranquiliza: respiro este aire de tal modo que me parece tener el mar en los labios, veo ponerse el sol, moverse las barcas silenciosamente, no pienso en nada; y mientras tanto, estoy siempre a la espera de una emoción. ¿Qué más quieres? Si toda la vida fuera así…

—¿Has notado algo?

—Un tirón hace poco en el sedal que tengo en la mano, me aceleró el corazón. Ya creía que lo tenía: se ha largado con medio cebo.

—¿Un buen congrio? —preguntó bromeando el hijo, a sabiendas de que ponía el dedo en la llaga. Cualquier pez que se pareciera a una anguila daba asco a su padre: si por desgracia pescaba alguna, prefería perder el sedal antes que cogerla.

—Brrr…, no; anguilas espero que no haya por aquí: no por nada he escogido este sitio. Tiene que haber sido una lubina de cuidado, uno de esos viejos bribones de puerto que te cogen el cebo de lado, con la boca apretada, y se lo llevan soltándolo del anzuelo.

—Pronto será ya la hora de cenar. ¿No vienes a comer? —La voz del hijo delató su turbación.

—Voy enseguida. Ve tú primero. Quiero ver si este viejo zorro es capaz de pegármela otra vez. —El tono del padre era tranquilo, su ánimo completamente enfrascado en la pesca.

El hijo se alejó, caminando lentamente a lo largo del muelle. Los olores desagradables a cerrado que salían de algunas casas se mezclaban con el hedor a podrido que emanaba de los rincones muertos del puerto. No conseguía vencer el desconsuelo que se había apoderado de él desde las primeras horas de la tarde. Todo le daba una ligera sensación de náusea: la idea de volver a aquella casa sofocante, de ver a la vieja Teresa despeinada con su bata sucia, a la nuera enfermiza con sus ojos de víctima, al curilla pegajoso igual que sus manos sudadas. Tener que sentarse a la mesa entre aquellas antiguallas de bazar histórico, con la aprensión continua de ver detenerse en la garganta de su padre el bocado que estaba tomando.



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