La hermana tormenta by Lucinda Riley

La hermana tormenta by Lucinda Riley

autor:Lucinda Riley [Riley, Lucinda]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 2015-11-02T05:00:00+00:00


23

Mientras el avión volaba hacia el norte aquella tarde de finales de agosto, eché una ojeada a la información que tenía sobre el Museo Ibsen y el Teatro Nacional de Oslo. Al día siguiente por la mañana, me dije, visitaría ambos lugares para ver si alguien podía arrojar más luz sobre los datos que había extraído del libro de Jens Halvorsen.

Cuando desembarqué en el aeropuerto de Oslo, noté que caminaba con una ligereza inesperada y algo que casi parecía ilusión. Tras pasar la aduana, me dirigí directamente al mostrador de información y le pregunté a la joven que lo atendía si podía recomendarme un hotel cerca del Museo Ibsen. Mencionó el Grand Hotel, llamó y me comunicó que solo tenían disponibilidad en las habitaciones más caras.

—Está bien —dije—. Aceptaré lo que me ofrezcan.

La joven me entregó un recibo con la confirmación de mi reserva, me pidió un taxi y señaló la salida para que lo esperara fuera.

Cuando entramos en el centro de Oslo, la oscuridad me impidió hacerme una idea de dónde estaba o llevarme una impresión de la ciudad. Cuando llegamos a la imponente entrada del Grand Hotel, el portero me invitó enseguida a entrar y, una vez resueltas las formalidades, me condujeron a mi habitación, que resultó llamarse la «Suite de Ibsen».

—¿Es de su agrado, señora? —me preguntó el botones en inglés al tenderme la llave.

Contemplé la hermosa sala de estar, con su lámpara de araña y varias fotografías de Henrik Ibsen adornando las sedosas paredes de rayas, y la coincidencia me hizo sonreír.

—Sí, muchas gracias.

Le di una propina y, cuando se marchó, me paseé por la suite pensando que no me importaría instalarme en ella de manera permanente. Después de darme una ducha, salí del cuarto de baño acompañada por un tañido de campanas de iglesia que anunciaba la medianoche y me alegré de estar allí. Me acosté entre las sábanas de lino y me dormí.

A la mañana siguiente, madrugué y salí al pequeño balcón para contemplar la ciudad con la luz de un nuevo día. A mis pies se extendía una plaza flanqueada de árboles y rodeada de una mezcla de bellos edificios antiguos de piedra y unos cuantos algo más modernos. A lo lejos, sobre una colina, vislumbré un castillo rosa.

Entré de nuevo y caí en la cuenta de que no había comido nada desde el almuerzo del día anterior. Pedí el desayuno al servicio de habitaciones y me senté en la cama con mi albornoz, sintiéndome como una princesa en su nuevo palacio. Estudié el plano que me había entregado el recepcionista al registrarme en el hotel y vi que el Museo Ibsen se hallaba a un breve paseo a pie.

Después de desayunar, me vestí y bajé armada con mi plano. Cuando crucé la plaza, enseguida me llegó el familiar olor del mar y recordé que Oslo estaba construida sobre un fiordo. Reparé entonces en las muchas personas de cabello pelirrojo y tez clara que pasaban por mi lado. Durante mis años escolares en Suiza, mis compañeras se reían de mi piel blanca, mis pecas y mis rizos pelirrojos.



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