La dama del perdiguero negro by Wolfgang Ecke

La dama del perdiguero negro by Wolfgang Ecke

autor:Wolfgang Ecke [Ecke, Wolfgang]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 1987-06-15T00:00:00+00:00


—Por favor, señor, ¿cómo puedo ir a la calle Wourcester? —pregunta jadeante a un hombre que se le acerca tambaleándose ligeramente.

—¿La calle Wourcester? —pregunta el evidentemente borracho, y al mismo tiempo empieza a cantar con voz cascada:

—Yo no como salsa Wourcester… yo no como salsa Wourcester…

Y se pone a bailar, moviendo el sombrero a uno y otro lado, alrededor de Dicky.

Horrorizado, Dicky sigue corriendo, hasta que se le ocurre la idea salvadora: lo que necesito es un taxi… tengo que encontrar un taxi…

Y como si alguien hubiese adivinado su pensamiento, dos minutos después, un taxi libre dobla la esquina y entra en aquella calle.

Dicky, lleno de alegría, salta de la acera y con los brazos hace grandes señales…

—Quisiera ir a la calle Wourcester —pide cortésmente, sin preocuparse de la mirada desconfiada del taxista.

—¿Es que puedes pagarme?

—Yo no, señor, pero sí mi amigo Perry… que me espera en la calle Wourcester.

Perry Clifton se encuentra en una especie de estado de pánico. Seis veces ha recorrido ya la calle Wourcester en toda su extensión.

Falta un minuto para las siete y cuarto… Los velos de niebla se han vuelto ahora tan espesos, que sólo alcanza a ver hasta la mitad de la calle.

¿Dónde puede haberse metido aquel muchacho…?

Perry Clifton piensa seriamente si debe dar parte a la policía. ¿Qué le respondo a la señora Miller cuando me pregunte por Dicky?

Perry no llega a formularse el final de esta pregunta que se hace a sí mismo. Asustado, se echa a un lado de un salto, cuando, con frenos chirriantes, se detiene junto a él un automóvil.

Se disponía a disparar una andanada de insultos, cuando Dicky le sale al encuentro.

—Me había perdido, mister Clifton.

—Dicky —dice Perry con voz enronquecida, y todos sus sentimientos se condensan en la entonación de esta sola palabra.

—La he encontrado… ya sé dónde vive… —dice atropelladamente la voz de Dicky.

Perry mira a su amigo, como si se tratase de un marciano que acabara de aterrizar casualmente. No tiene idea de lo que le está diciendo el muchacho. Lo único que percibe con toda claridad es que está de nuevo allí.

Sólo las palabras del taxista le devuelven a la realidad.

—Por favor, caballero, ¿puede usted pagarme?

Perry Clifton se halla tan confuso, que le da al taxista todo un billete de una libra. El hombre, temiendo que aquel señor tan dadivoso pudiera percatarse de su error, sube rápidamente al vehículo y en cuestión de segundos ha desaparecido.

—¿Dónde te has metido, maldito granuja? —recobra finalmente el habla Perry, y agarra por el hombro a Dicky hasta hacerle daño—. Por poco no me muero de miedo —añade al ver la sorprendida mirada de Dicky.

—¿Es que no ha oído lo que le he dicho, mister Clifton? —La voz misma de Dicky es ya todo un reproche. Y hace una mueca de dolor—. Me hace usted daño…

Perry afloja la mano.

—¡Dónde estabas, te he preguntado!

—He seguido a la mujer con el perrito —gimotea Dicky, que había creído que Perry le felicitaría.

—¿A quién dices que has seguido?

—¡A la señora del perdiguero!

Ajá… Al fin parece que Perry empieza a enterarse.



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