La curandera de Atenas by Isabel Martín

La curandera de Atenas by Isabel Martín

autor:Isabel Martín [Martín, Isabel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2010-05-31T16:00:00+00:00


Capítulo XIX

Pero antes volvió el monstruo. Cuando creí que había desaparecido para siempre, volvió el monstruo y yo pensé que podría dominarlo. Desde que había abandonado la casa de Pericles no le había vuelto a ver y antes, la figura persistente de Hipócrates había evitado su acoso. Llevaba, pues, mucho tiempo sin temerlo cuando empecé a encontrarme de nuevo con el fenicio.

Me miraba desde lejos, en silencio, y yo le sentía como un demonio de mi pasado que ya no podía herirme, por el contrario, comencé a pensar que él era la llave para desvelar el misterio que aún no había sido capaz de aclarar. Y sabía cuál era el arma más eficaz para conseguirlo. Ya no era la persona indefensa de aquellas noches que creía olvidadas por tantas otras noches nuevas. Ahora yo tenía el poder.

Le saludaba burlona cuando nos cruzábamos en la calle o en el templo. Le provocaba con mi desprecio, con el cuerpo que él deseaba y que no podía conseguir. Y él me miraba, siempre desde lejos, con la misma intensidad que en otro tiempo me aterrorizó, pero que ahora recibía como un buen augurio. También había prosperado mi secuestrador en aquellos años. El comercio de esclavos era un negocio muy rentable en tiempos confusos y él se había instalado en Atenas, en un barrio elegante, y había cambiado sus trajes fenicios y su pelo largo y grasiento por un aspecto de meteco acomodado.

No se atrevía a hablarme, pero a mí me divertía sentirlo débil y cobarde, y jugaba con él, como quien juega a pasear junto a un precipicio con los ojos cerrados. Lo sentía temblar cuando me acercaba a él en el ágora o el mercado y ese poder me producía vértigo, me aceleraba el corazón, me oprimía el estómago en una náusea que casi sentía placentera. Le sonreía con la sonrisa que había aprendido en tantas noches de simulación, le rozaba apenas con el borde de mi túnica para impregnarle con mi perfume y solo quedaba satisfecha cuando conseguía despertar en él aquel jadeo febril que tantas noches pobló mis pesadillas.

Era tarde de mercado y de otoño, los higos demasiado maduros inundaban la calle de un olor corrompido, empalagoso. Yo probaba unos ungüentos para suavizar las manos y entonces sentí en mi nuca un aliento que enfriaba la tibieza de la tarde. Me di la vuelta y ahí estaba él, mirándome, como siempre, aunque esta vez tan cerca que podía contemplar sin esfuerzo el hueco negro de un diente, los surcos que cruzaban su rostro descarnado y unos pelos blancos que le salían de las orejas como en las de un pollino viejo. Solo los ojos seguían mostrando al mismo hombre oculto tras su disfraz de ciudadano. Y su sonrisa, mellada y amarillenta, la misma que recordaba de aquellas noches.

Solicitó con precipitación mi presencia en una fiesta que ofrecería a unos amigos y un leve temblor de las manos dejó adivinar una inquietud que no supuse peligrosa. Yo tenía el poder, yo decidía, y acepté la invitación como el rey que perdona la vida a un súbdito condenado.



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