La conjura de las reinas by Valerio Massimo Manfredi

La conjura de las reinas by Valerio Massimo Manfredi

autor:Valerio Massimo Manfredi [Manfredi, Valerio Massimo]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1993-12-31T16:00:00+00:00


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La reina Clitemnestra supo que Helena había regresado a Esparta junto a su marido Menelao al final de un verano nuboso y sofocante, y la noticia la alegró y, al mismo tiempo, la llenó de desasosiego. Estaba impaciente por volver a abrazar a su hermana, a la que había visto por última vez cuando tenía veinte años, y por saber de ella muchas cosas de la larga guerra que aún le eran desconocidas; estaba impaciente por saber de qué manera había servido a la causa de la gran conjura. Pero temía a Menelao.

El Atrida menor habría intentado conseguir noticias de Agamenón y era posible que no tardara en enterarse de la verdad. Se habían eliminado muchos testigos de la matanza y sólo los más fieles habían sido perdonados. ¿Pero cómo determinar en qué consistía la fidelidad en un palacio en el que la reina compartía el tálamo con el cómplice que la había ayudado a eliminar a su legítimo esposo, en el que los hijos no se fiaban ni de su propia madre?

Sus informantes le habían advertido que Menelao había sido acogido por una ciudad atónita y angustiada, pero no rebelde.

Las madres y los padres de los guerreros que regresaban después de tantos años se habían apiñado a lo largo del camino de entrada que venía del mediodía y miraban con ansia las filas de infantes, escrutaban los carros de combate que desfilaban en estruendosas columnas, con sus brillantes decoraciones de plata y cobre.

A algunos se les iluminaba el rostro de repente, gritaban un nombre y echaban a correr siguiendo a la columna para no perder de vista, ni por un instante, el rostro amado. Y quien respondía a ese nombre no volvía la cabeza, seguía formando fila, encerrado en la armadura reluciente, pero su mirada se posaba en las cabezas amadas, en los rostros duramente marcados por la larga espera.

Otros, después de ver desfilar hasta el último hombre, se dirigían hasta la cabeza de la columna para repasar nuevamente las caras, o pasaban del otro lado, incapaces de resignarse a la desesperación de una pérdida, aferrándose a la ilusión de que los años y la guerra hubiesen hecho que el hijo le resultara irreconocible al padre que lo había engendrado, a la madre que lo había parido.

Había otros que después de gritar inútilmente el nombre de uno o dos de sus hijos, después de haber recorrido afanosamente y con el corazón agitado las formaciones, después de haber observado las hileras de guerreros formadas delante del palacio del rey antes de romper filas, se echaban a llorar; las mujeres dando grandes voces y desatándose el cabello en el polvo. Los hombres con las mejillas surcadas de lágrimas miraban mudos el cielo neblinoso y sin luz que cubría la ciudad.

Al caer la noche, algunos guardias salieron de palacio con antorchas y escoltaron a los escribas que habían grabado en tablillas de arcilla aún fresca los nombres de los caídos; después llegó el rey en persona, armado y flanqueado de sus ayudantes de campo.



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