La amante ciega by Emili Albi

La amante ciega by Emili Albi

autor:Emili Albi [Albi, Emili]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Erótico, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 2022-03-01T00:00:00+00:00


50

El día siguiente estaba allí de nuevo. La tarde anterior, al volver a casa, Rosa me había dicho que no podía trabajar tanto, que iba a explotar. Yo la miré con cariño, pero enseguida me avergoncé. Ella creía que yo hacía horas extra y sin embargo estaba viviendo una tórrida, extraña y enfermiza historia de amor. Aparté la mirada y callé.

Pensé en cómo había cambiado todo. Lo que en un principio me había llevado a visitar a María Elena Viola era la saña. Buscaba hacerle mal a Bercovitz. Me empujaba la violencia. Y, sin embargo, me había encontrado con un amor de juventud enrarecido y obsesivo. De Bercovitz ya no quedaba ni rastro en aquellas visitas.

Así que aquel miércoles llegué a casa de Marcos Esteban cansado. Sí. Cansado de mí mismo, de mis mentiras, de mis debilidades, de mi egoísmo, de mi cobardía. Le llamé por teléfono desde el portal.

—Hola, ¿qué piso era?, —mentí como en la ocasión anterior—, estoy abajo pero no lo recuerdo. —Me quería asegurar de que fuera él quien me abriera la puerta.

—Ya te abro —dijo Bercovitz.

Me esperaba en el recibidor. Eran las dos de la tarde, pero ahí seguía reinando la oscuridad. Me extrañó el completo silencio de la vivienda. No parecía ni que Sofía ni Victoria estuvieran en casa.

—Pasá —me indicó mientras me dirigía a su estudio.

Como en la ocasión anterior, un cuadro a punto de nacer me estaba esperando. Era como un amanecer, como introducirse en la placenta y ver ese objeto a medio hacer, pero ya reconocible. Parecía incluso flotar en esa especie de saco amniótico creado por Marcos Esteban. Tenía talento. Joder, que si tenía talento. La guitare, de Juan Gris, danzaba ante mí. Aquella expresión fantástica del nuevo cubismo parecía tener prisa por salir de aquella matriz. No tuve que medir el lienzo para saber que tenía los 81 por 59,5 centímetros exactos del original. Como en la vez anterior, el perfume del óleo me inundó y me llenó de ternura por aquel trabajo fino y delicado. Hasta la pintura parecía tener el mismo grosor milimétrico que el que colgaba en el Reina Sofía, como si hubiera sido capaz de conseguir la misma cantidad de óleo que aplicó hacía casi cien años José Victoriano González Pérez, Juan Gris. Me imaginé al pintor madrileño en su humilde estudio de la calle Ravignan. La guitare la pintó cuando ya había salido de aquel Montmartre bohemio e insano, pero para mí Gris siempre sería aquello. Aquella primera revolución parisina, joven y paupérrima de los Picasso, Léger o Braque que, junto con Juan Gris, concibieron el cubismo. Los cuatro grandes cubistas. Esos hijos que se revolvieron contra los padres. Esos jóvenes desarrapados e idealistas que con temas tan simples y cotidianos como podría ser una guitarra, crearon un nuevo lenguaje que modificó el mundo.

Miré alternativamente al artista y a la obra. Marcos Esteban estaba peor que la vez anterior. Había perdido peso, y el color de su piel era más amarillento, con aquella poca luz recordaba a la cera.



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