Jezabel by Irène Némirovsky

Jezabel by Irène Némirovsky

autor:Irène Némirovsky [Némirovsky, Irène]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama, Psicológico
editor: ePubLibre
publicado: 1935-12-31T16:00:00+00:00


9

Al estallar la guerra, Gladys y su hija se encontraban en París y los Beauchamp, en Suiza. Antes de partir al frente, Olivier pudo pasar por París y ver a Marie-Thérèse. Llegó el otoño, y Gladys regresó a Antibes.

Jamás había hecho un tiempo tan magnífico, jamás habían sido tan lozanas las rosas. Sans-Souci estaba desierto, movilizados los criados varones, requisados los coches y caballos.

—Tenemos que irnos —suspiraba Gladys todos los días—. ¿Qué hacemos aquí?

Pero la retenía George Canning. Se sentía atraída por él: era guapo y le gustaba. Se había olvidado de Mark y también de Beauchamp, como sólo las mujeres saben hacerlo, con dificultad pero del todo. Se había olvidado incluso de Olivier, o eso parecía. Al comienzo de la guerra, Marie-Thérèse había vuelto a hablar de la boda, pero Gladys ni siquiera le había respondido. Se había apresurado a dejar París por Deauville y, a su regreso, Olivier estaba en el frente. Apenas prestaba atención a Marie-Thérèse. Le hablaba con suavidad, como había hecho siempre, con apelativos cariñosos, pero miraba a través de ella sin verla, pensando sólo en Canning y en sí misma, en su propia felicidad. Quería a su hija, siempre la había querido, pero del modo caprichoso y frívolo con que quería todas las cosas. Su inconstante cariño alternaba con largos momentos de indiferencia. Agradecía a su hija que ya no pronunciara el nombre de Olivier, que no destruyera aquella red de ilusiones sin la cual no habría sabido vivir.

Entretanto, a sus ojos, Marie-Thérèse podía seguir pasando por una niña. Desde el otoño había cambiado; se había vuelto más madura, más mujer, todavía delgada pero de movimientos más suaves y asentados. Su joven rostro había perdido aquella expresión de pureza y audacia y se veía más blando y pálido. Ahora se recogía su hermoso pelo.

En octubre, Gladys recibió una carta de Beauchamp que le comunicaba la muerte de Olivier, caído en combate. Esa tarde, Gladys estaba sola. Se quedó sentada largo rato en la pequeña terraza con la carta en las manos. Era una tarde serena y apacible. Por fin, se levantó con un suspiro y fue a la habitación de su hija. Marie-Thérèse estaba acostada. Gladys se acercó a la cama y posó la mano con suavidad sobre la cabeza de la joven.

—Cariño, ¿duermes? Te he visto apagar la lámpara cuando entraba.

—Estoy despierta —respondió Marie-Thérèse.

Apoyó el codo en la almohada y, apartándose el pelo de los ojos, miró a su madre con inquietud.

—Cariño, mi pequeña, vas a sentir una pena que te parecerá enorme, insoportable, pero pasará, ya lo verás, con el tiempo pasará. El pobrecito Olivier ya no volverá.

Sin una palabra, sin una lágrima, Marie-Thérèse cogió la carta que le tendía su madre y la leyó; luego, dejó caer las manos sobre la sábana, retorciéndose los dedos con tal fuerza que la sangre asomó bajo las uñas. Pero no hablaba; parecía retener con todas las fuerzas de su desesperación las palabras que pugnaban por escapar de sus labios.

—Cariño mío… —murmuró Gladys compadecida—. No



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