Isabel de Sefarad by Kendall Maison

Isabel de Sefarad by Kendall Maison

autor:Kendall Maison [Maison, Kendall]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Histórico, Otros
publicado: 2013-02-01T23:00:00+00:00


16. La Sublime Puerta

CON LAS DOS mujeres a caballo y cambiando lo menos posible, que sabe Leizo de lo exhaustas que se hallan ambas, dan comienzo a la caminata que los llevará a las inmediaciones de Estambul. Allí conocerán su destino, que han de ser contratados, si todo anda bien, como hijos de la espada y así introducirse en el Ejército del sultán. Han de conocer que son musulmanes de lejos venidos y de armas expertos para, de esta manera, no tener problemas. El camino tortuoso y el sol abrasador los terminó de agotar y se dejaron caer a la sombra de un escuálido árbol a las afueras de la ciudad amurallada que antes fue llamada Constantinopla, en honor de un gran emperador romano.

Ante ellos, las torres reconstruidas de los bizantinos, cuadradas y altas, sujetas por muros dobles de ladrillo rojo, se alzan orgullosas de sus nuevos amos. Los otomanos habían devuelto el esplendor a la decadente ciudad bizantina y la habían encumbrado a capital del Imperio Otomano, dignificándola.

Erguidos y haciendo acopio de sus últimas fuerzas, entran por la puerta de la venganza que se abre como una boca negra y gris que se tragase a quienes pasan bajo su dintel. Numerosos soldados llegan con los uniformes ajados, de guerras lejanas, y con los estandartes caídos sobre mulos y caballos. Otros salen impecables, relucientes todavía sus armas, a caballo, con las insignias del sultán. Ellos se unen al gentío que se agolpa en torno a las ensangrentadas cabezas que, en picas, se ven en lo alto de un palacete. Es costumbre hacer así con sus enemigos cuando estos han perdido el favor del sultán.

Los infiltrados cristianos descubren una populosa ciudad en la que senderos terrosos y calzadas romanas se entremezclan con calles recubiertas de mármol rayado para que no resbale al resultar este mojado por el agua de lluvia; obra de bizantinos y restos del esplendor de civilizaciones desconocidas para los que apenas se mueven de sus lugares de residencia, como era su caso hasta ahora. Los turbantes enormes de los beys, visires y ulemas contrastan con los que se asemejan a mazorcas de maíz, saliendo de ellos. Mujeres cubiertas con el preceptivo velo caminan pegadas a las paredes de los edificios, en un intento de pasar desapercibidas entre la mezcolanza de razas y gentes que se dan cita en Estambul. Las torres crecen en el exterior como cubos redondos y, en la lejanía, la torre Gálata se alza imponente por encima de las demás, desde sus más de setenta varas castellanas de altura, con su gran chapitel pinchando el cielo de Oriente.

Un letrero en árabe, con un dibujo tosco de una bailarina, les advierte de que allí van a encontrar diversión y, quizás, cama en la que descansar sus agotados huesos. Entran y una obesa turca de opulentos pechos caídos los recibe con las manos grasientas, limpiándoselas en un delantal que se asemejaba a un mal cuadro.

—Alá sea con vosotros, hermanos. ¿De dónde venís que parece que os han



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