Hola, preciosa by Ann Napolitano

Hola, preciosa by Ann Napolitano

autor:Ann Napolitano [Napolitano, Ann]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2023-01-01T00:00:00+00:00


William

Noviembre de 1983 – diciembre de 1983

Después de salir del hospital, William vivía como imaginaba que vivían los alcohólicos cuando dejaban de beber: con cuidado y día a día. Se sentía como si acabara de mudarse a su cuerpo, era consciente de que cualquier negligencia podría hacer que el edificio se derrumbara por completo. Todas las mañanas se levantaba de la estrecha cama, se tomaba cuatro de sus ocho pastillas diarias, y hacía todas las flexiones posibles —cinco, al principio— y luego los ejercicios de rodilla que el médico le había prescrito años atrás y que él había ignorado. Casi le divertía escuchar los chasquidos de la rodilla durante los estiramientos, como si se quejara a gritos de que la obligaran funcionar. Pero no lo dejó y no se los saltó ni un día. Necesitaba esforzarse en pro de su salud y su estabilidad.

—Cuando vaya a verte, vamos a salir juntos a correr —se ofreció Kent por teléfono—. Tienes que ponerte en forma.

William asintió en la habitación vacía. Tuvo la suerte de encontrarse la habitación amueblada con un sofá y una cama; aquellas paredes habían albergado a toda una serie de adultos de cuestionable condición a lo largo de los años: hombres con vidas bastante pequeñas para encajar en aquellos habitáculos en miniatura, dispuestos a encargarse de cualquier emergencia en plena noche y sacar a los estudiantes del edificio si se declaraba un incendio.

—Otro divorciado, ¿eh?, —lo había saludado el anciano guardia de seguridad al darle las llaves, como si mantuviera un inventario de las razones que llevaban hasta allí a los inquilinos. William podía haber contestado: «Más bien hospital psiquiátrico», para darle un susto, pero no lo hizo. Cuanta menos gente supiera de dónde venía, mejor.

Al teléfono, le respondió a Kent:

—Estoy dispuesto a salir a correr, pero no cerca del lago.

Quizás no hacía falta ni que lo especificara, sin duda Kent lo alejaría de forma natural de aquella orilla, pero William quería dejar claro lo que no deseaba, siempre que supiera lo que era. Antes del hospital, se pasaba el día haciendo cosas que no quería hacer y había llegado a saber ahogar tan bien sus propias preferencias que apenas era ya consciente de ellas. Saber que no quería correr junto al lago y decirlo se le antojaba un progreso.

Probó de nuevo esta técnica con Cecelia, cuando le llevó un cuadro de Alice para la pared. Ella ya había juzgado que el apartamento era aceptable: un dormitorio y un salón diminuto con una cocina americana.

—Por lo menos te han dado estanterías —comentó—, pero no les vendría mal una mano de pintura. Ya veo que Sylvie te ha traído un lote de la biblioteca.

Era cierto: todos los libros de las estanterías estaban forrados con plástico y llevaban el sello de la biblioteca Lozano en el lomo. Sylvie llegó una tarde con una selección de libros de ficción, de no ficción y de poesía a partes iguales. Los de no ficción eran todos sobre baloncesto: biografías de jugadores e historias del deporte.



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