Hasta aquí hemos llegado by Fontana Antonio

Hasta aquí hemos llegado by Fontana Antonio

autor:Fontana, Antonio
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9788418436734
editor: 2021
publicado: 2020-12-03T00:00:00+00:00


La Socorro

La sangre gorda. El problema de mi marido es que tenía la sangre gorda. Menos mal que la muerte nos separó, porque las desilusiones me ahogaban; también el aburrimiento, la decepción. Los años. Hasta que cumplí ochenta y ocho y lo único que me regaló fue un ventilador. Una miniatura plasticosa que, todo lo más, hacía girar las aspas, vibraba, y ya está. Para remover el terral y cambiarlo de sitio, sin embargo, no servía. Veinte euros, calculé, le habría costado. Pero qué veinte euros ni veinte euros. Seis. Me lo dijo sin avergonzarse: se había gastado el equivalente a mil pesetas en aquella birria que ni siquiera se tomó la molestia de envolver en papel de colorines. Y yo, con el ventilador en la mano, dándole vueltas; mirándolo, asombrada, del derecho y del revés; intentando averiguar si se trataba de una broma y decidiendo que no, que no era una broma: era blanco. «Como no paras de quejarte del calor...». Me costó reprimir la tristeza, el desencanto, la humillación. El rencor. Cumplía ochenta y ocho años, que se dice pronto, y él se descolgaba con una baratija. Toda una vida dedicada en cuerpo y alma a mi marido para terminar recibiendo por mi cumpleaños no un triste ramo de flores, como al principio, ni una cajita de bombones, ojalá, sino un ventilador. ¡Del bazar Asia! «Funciona con dos pilas pequeñitas, de las de transistor». Y mi corazón, dejando de palpitar; mi corazón, volviéndose de arena, de piedra, de roca; en cuestión de segundos, mi corazón, un fósil. Seco. Yo, ochenta y ocho años y paralizada, ochenta y ocho años y estupefacta, ochenta y ocho años y dolida. Avergonzada. Y él, tan patoso, tan insensible, tan imbécil: «¿A que es práctico?». Y yo, muda, reprimiendo una lágrima, dos lágrimas. «¿A que no te lo esperabas?». Y yo, negando con la cabeza —o asintiendo: ¿cuál es la diferencia?— mientras me invadía la rabia: no me lo esperaba, claro que no me lo esperaba, cómo me lo iba a esperar. Semejante regalo. Y él, con un punto de orgullo en la voz: «Menuda sorpresa, ¿eh?». Y, en efecto, toda una sorpresa. Enorme. Indescriptible. «¿Te gusta?». Y yo, saliendo de mi estupor: «¿Que si me gusta?». Gélida: «Gustarme es poco». Vocalizando despacio: «Si te soy sincera, me encanta». Embalada: «Me entusiasma, me vuelve loca, me..., me..., me..., ¡me chifla!». Masticando las palabras, triturándolas: «Me gusta tanto que lo voy a guardar aquí». Y mi dedo índice, golpeando el cristal de la vitrina con la uña, tictictic; mi dedo índice, orientándose hacia el interior de la vitrina; mi dedo índice, señalando en el interior de la vitrina un hueco entre el juego de té de auténtica porcelana china y las figuritas de Murano; cerca, muy cerca del abanico de piel de rinoceronte, ¿o era de piel de elefante? Mi marido, pegando la nariz al cristal y empañándolo de vaho, forzando la vista, fijándose bien: «¿Aquí?». Y yo, extremando las precauciones al colocar el



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