Eva García Sáenz de Urturi - Saga de Los Longevos 02 - Los Hijos de Adán by Eva García Sáenz de Urturi

Eva García Sáenz de Urturi - Saga de Los Longevos 02 - Los Hijos de Adán by Eva García Sáenz de Urturi

autor:Eva García Sáenz de Urturi [Urturi, Eva García Sáenz de]
La lengua: spa
Format: epub
publicado: 2014-07-20T03:00:00+00:00


21

Cuídate de la furia

IAGO

Embarcamos en el avión poco después, mientras un París dormido y aún en calma nos daba su mansa despedida.

—¿Sigues escribiendo quinientas palabras al día? —le pregunté, al observar que sacaba de su bolso un pequeño cuaderno de notas y una Parker de esmalte dorado.

—Conoces mis rutinas —comentó sin mirarme, mientras comenzaba a garabatear sobre el papel en blanco y una sonrisa se le colaba en el rostro.

Sí, las conocía y las recordaba. Manon escribía todas las noches, cuando acostábamos a Peregrine. Retirábamos los cuencos de la mesa donde habíamos cenado y escribía junto a la luz titubeante de una vela cuya cera recogía una y otra vez hasta convertirla de nuevo en otra vela que alumbraba otras cien noches de escritura.

—Nada que ver con la primera tormenta al salir del puerto de Southampton, ¿verdad? —murmuró Marion, una vez acabó, inclinada sobre la ventanilla del avión que me devolvía a Cantabria—. Ahora todo es mucho más aséptico.

—No creas, estos días hace un tiempo bipolar en Santander. El cielo se ha vuelto esquizofrénico —comenté preocupado, mirando unas nubes oscuras que cambiaban cada pocos segundos.

El paisaje de mi niñez me daba de nuevo la bienvenida recibiéndome entre lluvias una vez más.

Era una de esas mañanas en las que los paraguas y las capuchas no servían de nada, porque un viento agresivo dirigía el aguacero a su antojo, mojándolo todo y a todos con su furia.

—No necesitas excusarte, a no ser que seas algún dios de la climatología y hayas enviado esta galerna por algún motivo concreto —contestó Marion con su sonrisa torcida, adelantándose por el pasillo del avión recién aterrizado en el aeropuerto de Santander y abriéndose camino como si aquel infierno de agua no le molestase lo más mínimo.

Minutos más tarde aproveché que Marion esperaba sus maletas frente a la cinta transportadora para hacer una breve llamada a mi padre.

—Héctor, estate preparado —me limité a decirle—. Voy a presentarte a alguien, pero solo cuenta hasta dónde yo cuente. Quiero ver su reacción.

Mi padre asintió sin hacerme preguntas y volví hasta donde una Marion muy resuelta tiraba de su equipaje de Loewe con la despreocupación de quien se ha pasado los milenios cargando con sus bártulos.

Media hora más tarde aparqué el todoterreno a pocas manzanas del Paseo de Pereda y nos dirigimos hacia mi edificio, en el número 33. Los árboles que escoltaban el paseo se azotaban unos a otros con sus ramas, la lluvia había barrido las calles como un aspersor y pocos eran los valientes que osaban salir a la calle aquel día endemoniado. Pero Marion y yo apenas nos inmutamos. Caminábamos con calma frente a los portales decimonónicos, yo meditando los pasos a dar a continuación; ella, imagino, en su propio inexpugnable reino mental. La invité a subir con un gesto cuando giré la llave del portal.

—Marion, ahora vamos a subir a mi laboratorio, en la cuarta planta. Allí es donde vamos a investigar, pero hay alguien que te quiero presentar.

—¿Alguien? ¿Hay alguien más al tanto de



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