Ensayo sobre la ceguera by Saramago José
autor:Saramago, José
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Pasada una semana, los ciegos malvados mandaron aviso de que querían mujeres. Así, simplemente, Tráigannos mujeres. Esta inesperada, aunque no del todo insólita, exigencia, causó la indignación que es fácil imaginar, los aturdidos emisarios que vinieron con la orden volvieron de inmediato para informar que las salas, las tres de la derecha y las dos de la izquierda, sin exceptuar siquiera a los ciegos y ciegas que dormían en el suelo, habían decidido, por unanimidad, no acatar la degradante imposición, objetando que no podía rebajarse hasta ese punto la dignidad humana, en ese caso femenina, y que si en la tercera sala lado izquierdo no había mujeres, la responsabilidad, si la había, no les podía ser atribuida. La respuesta fue corta y seca, Si no nos traen mujeres, no comen. Humillados, los emisarios regresaron a las salas con la orden, O van allá, o no nos dan de comer. Las mujeres solas, las que no tenían pareja o no la tenían fija, protestaron inmediatamente, no estaban dispuestas a pagar la comida de los hombres de las otras con lo que tenían entre las piernas, una de ellas tuvo incluso el atrevimiento de decir, olvidando el respeto que a su sexo debía, Yo soy muy señora de ir allí, pero, en todo caso, será en beneficio propio, y si me apetece me quedo a vivir con ellos, así tengo cama y mesa asegurada. Con estas inequívocas palabras lo dijo, pero no pasó a los actos subsecuentes, porque pensó a tiempo lo que sería aguantar sola el furor erótico de veinte machos desbocados que, por la urgencia, parecían estar ciegos de celo. No obstante, esta declaración, así, livianamente proferida en la segunda sala lado derecho, no cayó en saco roto, uno de los emisarios, con especial sentido de la oportunidad, propuso de inmediato que se presentasen voluntarias para el servicio, teniendo en cuenta que lo que se hace por propia voluntad cuesta en general menos que lo que se hace por obligación. Sólo cierta cautela, una última prudencia, le impidió coronar su llamada con el conocido proverbio, Sarna con gusto no pica. Incluso así, las protestas estallaron apenas acabó de hablar, saltaron las furias de todos los lados, sin dolor ni piedad los hombres fueron moralmente arrasados, les llamaron chulos, proxenetas, alcahuetes, vampiros, explotadores, según la cultura, el medio social y el estilo personal de las justamente indignadas mujeres. Algunas de ellas se declararon arrepentidas por haber cedido, por pura generosidad y compasión, a las solicitaciones sexuales de sus compañeros de infortunio, que tan mal se lo agradecían ahora, queriendo empujarlas a la peor de las suertes. Los hombres intentaron justificarse, que no era eso, que no dramatizasen, qué diablo, que hablando se entiende la gente, fue sólo porque la costumbre manda pedir voluntarios en las situaciones difíciles y peligrosas, como ésta sin duda lo es, Estamos todos en peligro de morir de hambre, vosotras y nosotros. Se calmaron algunas mujeres, así llamadas a razón, pero otra, súbitamente inspirada, lanzó una nueva
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