En la lucha final by Rafael Chirbes

En la lucha final by Rafael Chirbes

autor:Rafael Chirbes [Chirbes, Rafael]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1991-01-01T05:00:00+00:00


25

Durante aquel mes de julio se sucedieron las fiestas en casa de Amelia. José acudía con frecuencia, por entonces todavía siempre acompañado de Concha. Amelia salía a recibirlos y le decía a ella. «Estás guapísima», y a continuación los escoltaba hasta el bufé y les servía la primera copa.

—¿Un poco más de hielo, vida? —le decía a Concha. Y luego—: Para ti, José, he traído Havana Club. Espera, tengo la botella escondida, para que no se la beban estos vándalos. Espera un segundo.

Se metía en la casa y salía al poco rato, mostrando exageradamente la botella y señalando la etiqueta con el índice. A José le molestaba ese ritual que trazaba una frontera entre ellos y los otros invitados. «Querido joven maestro», me dijo un día, ya de madrugada, «en esta casa se nos brinda un trato preferente, porque traemos a las fiestas el melancólico perfume de una etapa concluida, y que resulta agradable por desvaído.»

Era la primera vez que me hacía partícipe de una confidencia amarga. Me sentí más cerca del grupo, integrado. Añadió: «En estos tiempos de fragilidad, los meses discurren a la velocidad de siglos y el pasado empieza enseguida y se queda de repente muy lejos. Es un fenómeno frecuente en todas las sociedades en que aparece una nueva clase. A nadie le gusta que le recuerden qué bajo estaba en la pirámide seis meses antes.»

Sin embargo, los primeros pasos de acercamiento efectivo al grupo no los di gracias a José Bardón, al fin y al cabo reservado, frío y cargado de desconfianza. Mi primer interlocutor fue Pedro Ruibal.

Seguía acudiendo a las fiestas, a pesar de que Amelia había perdido la costumbre de invitarlo, detalle este último que yo desconocía entonces. Era la imagen misma del desconcierto. Llegaba pronto, con los primeros invitados, y se limitaba a beber durante un par de horas o tres, moviéndose de un grupo a otro como si fuera un sonámbulo, hasta que decidía marcharse de repente, justo en el momento en que la fiesta alcanzaba su mayor animación, los invitados guardaban turno ante la mesa de palosanto y se elevaba el volumen de las risas y la música.

Pedro era un escalón fácil. Los más nuevos advertimos enseguida que se había quedado en un lugar intermedio entre los dioses y quienes no éramos nadie pero —digámoslo así— disfrutábamos del futuro. Pedro proporcionaba detalles, anécdotas que nos servían luego para adquirir el brillo de los iniciados. El trato con él resultaba como un ejercicio con fogueo antes de pasar al fuego real.

Las veces en que nos hablamos empezó a comunicarme sus obsesiones. Se refería con frecuencia a ciertos robos que detectaba en casa y que por entonces todos achacamos a sus paranoias. Bebía mucho, tenía problemas en el trabajo y había llegado a la conclusión de que era él mismo quien hacía desaparecer los objetos que luego echaba en falta. «A lo mejor soy sonámbulo y pierdo o regalo las cosas por las noches. Es una posibilidad que me aterra. ¿Te imaginas? No controlar parte de uno mismo.



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