El Valle del Terror by Arthur Conan Doyle

El Valle del Terror by Arthur Conan Doyle

autor:Arthur Conan Doyle [Doyle, Arthur Conan]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
editor: ExVagos
publicado: 2015-08-07T16:00:00+00:00


—Bueno, yo nada sé de esa gente. He dicho simplemente lo que he leído.

—Y yo no le aseguro que no haya dicho usted la verdad —el hombre aquel miraba nerviosamente a su alrededor mientras hablaba, queriendo penetrar en la oscuridad, como temiendo que le estuviese acechando algún peligro—. Si matar constituyese asesinato, bien sabe Dios entonces que los ha habido para dar y sobrar. Pero no se atreva usted a mencionar en relación con ellos el nombre de Jack McGinty, forastero, porque todo cuanto se cuchichea llega hasta él, y no es hombre de dejarlo pasar por alto. Y aquí tiene la casa que usted viene buscando, esa que se levanta algo retirada de la línea de la calle. El viejo Jacob Shafter la gobierna como el más honrado de los hombres que viven en esta población.

—Gracias —dijo McMurdo.

Y después de dar un apretón de manos a su nuevo conocido, avanzó con la maleta en la mano por el sendero que conducía a la casa, y llamó con un golpe sonoro a la puerta de ésta. La abrió en el acto alguien muy diferente de la persona que él calculaba.

Era una mujer joven y de singular belleza. Tenía tipo de sueca, rubia y de blanco cutis, lo que formaba llamativo contraste con sus ojazos negros. Con ellos examinó sorprendida al desconocido, y la sorpresa y agradable embarazo que su vista le produjo hicieron que una oleada de sonrojo cubriese su pálido rostro. Viéndola dentro del cuadro de brillante luminosidad que se proyectaba por la puerta abierta, pensó McMurdo que jamás había visto nada más maravilloso, y le resultó aún más atractivo por el contraste con aquellos alrededores lúgubres y sórdidos. No se habría sorprendido más si hubiese encontrado una encantadora mata de violetas creciendo lozana en aquellos montones de negras escorias de las minas. Tan encantado estaba, que se quedó contemplándola sin decir palabra, y fue ella la que rompió el silencio:

—Creí que era mi padre —dijo con un leve y agradable dejo, propio del sueco—. ¿Viene usted en su busca? Está en el barrio comercial. Lo espero de un momento a otro.

McMurdo siguió mirándola fijamente y con no disimulada admiración, hasta que ella bajó los ojos, llena de confusión, ante aquel dominador visitante.

—Señorita, no tengo ninguna prisa por verlo. Es el caso que alguien me recomendó esta casa para que tomase pensión en ella. Creí que quizá me conviniese, pero ahora estoy seguro de que me convendrá.

—Es usted rápido en formar sus juicios —le contestó ella, sonriente.

—Cualquiera haría lo mismo que yo si no era ciego —replicó él.

La joven se echó a reír ante aquel piropo, y dijo:

—Entre, señor. Yo soy miss Ettie Shafter, hija del dueño. Mi madre murió, y yo gobierno la casa. Puede usted esperar en la habitación delantera sentado junto a la estufa hasta que llegue mi padre. ¡Ahí llega ya! Puede, pues, arreglarlo todo con él ahora mismo.

Por el sendero avanzaba un hombre anciano y robusto. McMurdo le explicó en pocas palabras lo que deseaba.



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