El Tesorero de la Catedral by Luis Enrique Sánchez

El Tesorero de la Catedral by Luis Enrique Sánchez

autor:Luis Enrique Sánchez [Sánchez, Luis Enrique]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2006-01-02T00:00:00+00:00


CAPÍTULO X

Las ausencias de Roy Díaz eran cada día más frecuentes y duraderas en el tiempo, ante la incredulidad e incomprensión de su amigo Diego que se veía empujado por una fuerza invisible a cubrir de alguna manera ese hueco en la casa tienda del Realejo. Era, por una parte, un impulso de responsabilidad hacia esa familia que había de hacer frente a la dureza de vivir, sin la seguridad del cabeza de familia, con una mujer enferma, un mozo y una doncella; era, igualmente, una atracción cada vez más irrefrenable la que le llevaba allí para estar junto a la mujer que definitivamente ocupaba su pensamiento. Y también era una búsqueda de refugio afectivo ante el desamparo en el que vivía en Córdoba. Sus visitas se hicieron más habituales y siempre fueron contempladas con naturalidad por la vecindad, donde a nadie se le escapaba que entre él y la hija del Especiero existía una relación que podía concluir en algo serio.

Aquel mediodía, cuando Diego se dirigía a la casa tienda número siete del Realejo sin parar en el mesón de las Trenas, el incipiente sol de primavera luchaba por dejar definitivamente atrás el frío seco del invierno. El bachiller entró en la casa con gesto de preocupación, y de inmediato buscó a Beatriz que estaba en la trastienda. Después de un saludo de complicidad, se dispuso a vaciar el contenido de su barjuleta sobre el tablero de la mesa, pero la joven advirtió que algo bullía en la cabeza de Diego.

—¿Te pasa algo? —le interrogó con delicadeza la joven—. Parece que tienes la cabeza en otro sitio.

—¡No, no! No te preocupes. Es algo que se palpa en el ambiente y que no me da buena espina —contestó pesaroso, levantando la vista—. La ciudad parece más en calma desde que estuvieron los reyes, pero veo una tensión que puede explotar en cualquier momento. El odio a todo lo que huele a judío crece por doquier y nadie sabe realmente quién manda aquí, quién tiene realmente el control para poder parar situaciones críticas que pudieran producirse.

—Bueno, no te preocupes —dijo Beatriz sonriendo, al tiempo que tocaba con su mano la derecha de Diego que extendía unas hierbas sobre la mesa—. Hemos pasado por momentos peores. Además, no somos ni judíos ni marranos, ni nada que se le parezca. ¿Por qué vamos a tener miedo?

—No es miedo —replicó—. Es una sensación amarga la que experimento ante todo esto. Los nobles guerreros y los soldados necesitan vivir permanentemente en esta especie de estado agónico, en el que manifiestan su virilidad. Pero yo no he sido educado para desafiar constantemente a la muerte, para vivir violentamente… Y aquí, de esta manera, nadie está a salvo, pues las espadas cuando se blanden no preguntan antes de herir.

Beatriz enmudeció, y ambos se sentaron a la mesa frente a frente. Diego extendía parsimoniosamente las hierbas sobre el tablero, mientras seguía dándole vueltas en la cabeza a su preocupación.

—¡Vamos a lo nuestro, Diego! —exclamó Beatriz, volviendo a la sonrisa—.



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