El reino de la luz by Santiago García-Clairac

El reino de la luz by Santiago García-Clairac

autor:Santiago García-Clairac [García-Clairac, Santiago]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Fantástico, Juvenil
editor: ePubLibre
publicado: 2009-03-14T16:00:00+00:00


XVI

EL ESPADISTA

AHÍ está Drácamont —anuncia el taxista—. La verdad es que este pueblo parece anclado en la Edad Media. ¿Dónde quieren ir exactamente?

—A esta dirección —respondo, antes de entregarle un papel mientras marco un número en mi móvil.

—¿Estás seguro de lo que haces? —pregunta Metáfora.

—¿Hola? Quisiera hablar con el señor Montfer, el espadista —le digo a la mujer que atiende mi llamada.

—¿Quién es?

—Me llamo Arturo Adragón. Telefoneé hace algún tiempo para charlar con él sobre su modelo de la espada Excalibur. Me dijeron que volviera a llamar más tarde.

—El señor Montfer está muy ocupado. Tiene mucho trabajo y no se le puede molestar.

—Escuche, por favor… Estamos en Drácamont y necesito hablar con él. Dígale que he visto la auténtica espada alquímica de Arquimaes. Dígaselo. Por favor.

—Está bien, espere —responde después de un breve silencio.

Un poco después, reanuda la comunicación.

—El señor Montfer le dará cinco minutos. Ni uno más.

—Gracias, enseguida llegamos —contesto.

El coche entra en la calle principal del pueblo y se detiene. Después de consultar un plano, sigue adelante.

—El sitio al que vamos está al otro lado, cerca del cementerio —dice—. Ahí debe de ser.

Nos reciben las ruinas de un torreón, junto a un cementerio. Al lado hay una gran nave de la que sale una inmensa columna de humo. En el muro, un cartel dice: Reproducciones Artísticas Medievales.

—Ya hemos llegado. ¿Qué hago? —pregunta el taxista.

—Espérenos, por favor —respondo—. Creo que vamos a tardar poco.

Salimos del vehículo y nos acercamos a la puerta. Toco el timbre y un hombre nos abre.

—Estamos citados con el señor Montfer —le digo—. Me llamo Arturo…

—Entren, por favor —dice el hombre—. Síganme.

Nos guía por un largo pasillo que está adornado con vitrinas de exposición en las que se ven extraordinarias y relucientes espadas. En las paredes cuelgan dibujos y grabados medievales, que representan torneos y duelos de caballeros. Al fondo vemos una puerta en la que una mujer nos espera.

—Dentro de cinco minutos iré a buscarlos —advierte, cortándonos el paso—. No podemos hacer perder tiempo a Montfer. Espero que no me hayan mentido sobre esa espada.

—Es verdad —afirmo—. La he visto.

—Pasen. Está ahí dentro. Él los acompañará.

El hombre nos hace una seña con el dedo y entramos en la nave, donde hace un calor tremendo. Hay humo, ruido, máquinas y varias personas que trabajan allí. En el interior de un gran horno que produce un fuego intenso, un par de individuos, cubiertos por protectores, introducen vigas de acero.

—¿Arturo Adragón? —pregunta un hombre mayor mientras descubre su rostro, tapado por una máscara protectora—. ¿Eres el verdadero Arturo Adragón?

—Lo soy. El descendiente del primer Arturo Adragón.

—¿Dónde está esa espada? ¿La has traído?

—No. Pero no he dicho…

—Me han asegurado que la traías —interrumpe, un poco desilusionado—. ¿Por qué has mentido?

—No ha mentido —dice Metáfora, indignada—. Solo ha dicho que la había visto. Yo estaba con él.

—¿Dónde está?

—¿No hay otro sitio para hablar? —pregunto.

—Seguidme.

Salimos al jardín, que está cubierto de nieve y además está en silencio.

—¿Cuándo puedo ver esa espada?

—Nunca. Es un secreto familiar —respondo—. Pero le puedo contar cómo es.



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